La globalización ha sido y es el paradigma para explicar los cambios tan drásticos de nuestro tiempo. Una globalización que fue explicada por el devenir de la apertura de países, territorios y continentes. Y todo ello, como estrategia fue bien, hasta que se produjo la intervención de grandes entramados económicos, incapaces de ser asumidos por Estados y territorios, que están jugando su papel al margen de la realidad establecida, y con una nula transparencia. Definen estrategias en países de estructuras frágiles, y maximizan resultados en la globalidad de un mercado que le es propicio. Moviéndose, en estos casos, en normas del mercado de la estricta demanda y oferta, por encima de legislaciones y Gobiernos. Fue el principio de la perversión de la globalización, que ha venido a significar la apertura de fronteras para las mercancías, y la concentración de grandes entramados económicos. Hoy podemos decir que esa globalización que se perseguía bien por aquello de más apertura, más liberalización, precios más bajos y mayor competencia para mejorar, no ha resultado así. Y de hecho, se observa en casos muy concretos esa especie de definición maniquea de gobernar, desde postulados empresariales, que conlleva concentrar los esfuerzos, en los mercados, permitiendo monopolios, de facto, argumentados como necesarios por la eficiencia de la globalización. La práctica de todo ello, como ciudadanos no es otra que la concentración de sectores empresariales en pocas manos, que están permitiendo incrementar sus influencias, ante un mercado que se les abre, pero donde el consumidor y el ciudadano, según toca, ha quedado relegado a un mero papel receptor de esos entramados económicos; y lo que es peor, gobiernos que son incapaces, desde el localismo de sus decisiones, de hacer frente a esos engranajes económicos supranacionales. Y así lo podemos comprobar con determinados sectores económicos como el de la aviación, la banca, las nuevas tecnologías, la telefonía móvil, entre otros. Con grandes marcas en el mercado, pero con una falta de transparencia a la hora de darse a conocer a los ciudadanos. Que recibimos las noticias como hechos consumados, y en muchos casos, con consecuencias directas para nuestras economías.

En esta especie de descripción histórica con sus consecuencias de la denominada globalización, empezamos a perder identidades y protagonismos como ciudadanos en un mapa que se nos hace tan inmenso como ininteligible. Y es ahí donde los gobiernos tienen que ejercer de verdaderos garantes de defensa de la ciudadanía para interpretar y poner sobre la mesa un conjunto de normas que hagan que participemos en esas decisiones que nos sobrevienen, y que van a conformar reglas del juego que nos afectarán a todos.

¿Qué sentido tiene todo ello si no somos capaces de interpretar y de participar en estos decisivos cambios de la sociedad del siglo XXI? Siempre conviene reflexionar sobre la Historia, y sobre la Democracia, en mayúsculas, cuando sucumbimos a escenarios que nos detraen de nuestra condición humana.

En la vieja Atenas de Pericles, decía que todo gobernante lo debería hacer por el bien común. Una aseveración que debiera ser causa efecto de cualquier política, que quiera cimentar su devenir en la democracia. Pero la realidad enmarcada en esos conceptos de justicia, tolerancia, humanidad, deja ser secundada por otros propósitos y objetos que nada tienen que ver con lo que todos como ciudadanos demandamos. Y ahora en este escenario, sería, transparencia, aquella que nos da la capacidad para conocer y para tomar, por ende, decisiones. También hablaba Pericles acerca de que la clase social no debiera determinar situaciones de discriminación. Aunque una se pregunta si realmente en sociedades como las nuestras, donde parece haberse erradicado el concepto de clase social para distinguir entre derechos de unos y otros, ello ha sido sustraído por situaciones de poder, en mercados de predominio monopolistas.