Hace ya muchos años, Lluís Llach interpuso una demanda contra Felipe González y su Gobierno por incumplimiento de promesas electorales y, en concreto, por ocultar --De entrada, no, ¿se acuerdan?-- su decisión de mantener a España en la estructura militar de la OTAN. Llach, que reconoció haber votado socialista en 1982, presentó en el juzgado el programa electoral del PSOE y numerosas declaraciones de González en el Congreso de los Diputados en las que se manifestaba radicalmente en contra de la entrada de España en la OTAN.

El juez del caso reconoció que "el control de la promesa electoral o del compromiso político, mediante exigencia de responsabilidad por su incumplimiento, es un interés social que los ciudadanos tienen necesidad de satisfacer". "La permeabilidad del sistema jurídico --añadía la sentencia-- permitiría, con la asimilación de figuras jurídicas de otros ordenamientos, (...) satisfacer el interés social no amparado o protegido en el nuestro, pero en los países o estados de nuestro ámbito cultural y jurídico tampoco se da respuesta a esa necesidad, lo que imposibilita importar al nuestro una figura jurídica que permitiese al juez amparar la necesidad sentida por el demandante, que, evidentemente, no es solo de él, sino de multitud de ciudadanos".

HAN PASADO, como digo, muchos años. Pero, lejos de avanzar en aquella "necesidad sentida por el demandante", el incumplimiento, el eufemismo y el juego ocultista impregnan hoy más que ayer pero quizá menos que mañana la actividad política institucional, lo que se traduce, entre otras consecuencias, en una galopante desafección política. Y en esto, como sabemos, el PP de Mariano Rajoy aventaja ya varias cabezas al PSOE de Zapatero o González, que ya es decir. "Todos somos agentes dobles", según el semiólogo Paolo Fabbri . Y tal vez sea imprescindible una cierta doblez para sobrevivir en un mundo que ha incorporado el disimulo y la mentira a la esfera privada y también a la pública e institucional. Ignacio Mendiola escribió un Elogio de la mentira en el que reivindicaba que "la mentira es un refugio en el que el sujeto puede hacer habitable el vivir en sociedad y relacionarse con los demás". Y Kafka puso en boca de K. que "la mentira se eleva a fundamento del orden mundial". La Mafia, el Opus Dei y otras redes de intereses se basan, precisamente, en la invisibilidad y el doble fondo. Los casos Gürtel, Palau, Palma Arena, Emarsa, Brugal o Campeón también se sustentan en la complicidad mentirosa de sus actores y cómplices. En esta ciénaga sin fondo, el punto de putrefacción se alcanza cuando la mentira institucionalizada triunfa en el parlamento, se multiplica en boca de los dirigentes políticos y, finalmente, se convierte en piedra angular tanto del sistema político como del sistema de ideas asumido como referencia moral de la sociedad.

No es ajena a este mundo la opacidad de la comunicación pública. Y de aquí la necesidad imperiosa del mentiroso de controlar los medios de comunicación con las más variadas estrategias políticas, económicas y también sociolingüísticas, como imaginó George Orwell en su obra de ficción 1984. Es el "rostro oscuro de la comunicación" del que habla el mismo Fabbri . La información se convierte en arma táctica al servicio de la socialización de la mentira. Hoy por hoy, el objetivo de la comunicación política y mediática --con las excepciones que convenga subrayar-- no es la búsqueda de la verdad a través del contraste sino el engaño sistemático y la imposición del pensamiento oscurantista y mágico de los oráculos de su propia verdad. Cuando el ministro Cristóbal Montoro llamaba a la penúltima subida de impuestos "cambio de ponderación", por ejemplo, a uno se le aparece el mismísimo Winston Smith, el personaje encargado de corregir la historia para acercarla al modelo de la dictadura inventada por Orwell. Pero cuando el presidente Mariano Rajoy llama "ayuda financiera" o "línea europea de crédito" al rescate bancario o intervención, uno termina por creer que lo peor no es que la clase política mienta descarada y sistemáticamente a la ciudadanía sino que se crea sus propias mentiras y que, con sus rupestres eufemismos, intente exorcizar la realidad. Entramos, entonces, en el peor de los diagnósticos, que no es otro que la mitomanía, un trastorno de matriz paranoide muy frecuente, según los manuales de psiquiatría, entre individuos frívolos e irresponsables.

Aquel juez que citábamos más arriba desestimó la demanda de Lluís Llach porque "en nuestro ordenamiento jurídico no existe ley o jurisprudencia que ampare esa necesidad, y esa deficiencia le priva al juez de instrumentos para satisfacerla". Para subsanar esa "deficiencia", los ciudadanos no narcotizados todavía por la mentira tendríamos que pedir una rápida e higiénica intervención europea en materia de transparencia comunicativa. Pero mentre tot això arriba , según cantaba el mismo Llach, deberíamos exigir al Ministerio de Sanidad que los departamentos públicos de psiquiatría actúen de oficio ante las conductas psicopatológicas de nuestros gobernantes.