Rafa Nadal ha ganado el US Open, su decimosexto título de Grand Slam. Son muchos los titulares que podría haber escogido la prensa tras su victoria, pero algunos medios han optado por entrecomillar sus palabras sobre la inconveniencia de celebrar el referéndum del 1-0.

Los redactores habrán elegido ese titular porque lo habitual es que un deportista de elite escurra el bulto en estos asuntos. Nadal, sin embargo, ha expresado abiertamente su deseo de que Cataluña siga perteneciendo al territorio español. Cabe suponer que a muchos aficionados del Barça les preocupa que la desconexión de España suponga también la desconexión de la Liga española, tal como ha asegurado una y otra vez su presidente, Javier Tebas. Y, sin embargo, callan.

Los independentistas, todo ardor revolucionario, airean sus deseos secenionistas a la primera de cambio; los constitucionalistas suelen ser más recatados. Es difícil quitarse de encima los complejos adquiridos durante mucho tiempo. Pero los independentistas, digo, están hechos de otra pasta: les gusta compaginar su vehemencia conquistadora con el victimismo. Se sienten cómodos en ese binomio. La ilegalidad de sus actos no es para ellos sino un ejercicio de romanticismo libertario.

En Cataluña gobierna una casta de políticos aún más mediocre que la del resto del país, y ya es decir. Ahora pretenden vendernos que con su desobediencia imitan a Rosa Parker, la mujer de raza negra que cierto día se negó a levantarse del asiento del autobús reservado a los blancos. La idea, por abstrusa que parezca, ya ha colado en ciertas mentes. Rajoy ha dicho que sabe lo que ha de hacer. Me alegro, pero está por ver si don Mariano decide finalmente subir a la red para ganar el partido o si hará como siempre: despejar desde el fondo de la pista las pelotas fáciles. Y así, claro, no se ganan los Grand Slams. Rajoy debería aprender de Nadal y sudar la camiseta.