Nos hemos acostumbrado al gratis total. Cualquiera que ha tenido un ordenador y una conexión a internet a su disposición durante los últimos años, ha podido acceder libre y gratuitamente a contenidos protegidos por la propiedad intelectual, por los que, hace tan sólo unas décadas, hubiese tenido que desembolsar una gran cantidad de dinero.

Muchos chavales, que nacieron con internet casi 'de serie', han asimilado, por la experiencia vivida, que no hace falta gastarse unos euros en un libro, un disco, una película o un periódico, porque en la red está todo a mano y de modo gratuito.

Al no tener que pagar por este tipo de contenidos, esos mismos jóvenes (pero también los ya entrados en años) han comenzado a menospreciar --consciente o inconscientemente-- estas producciones artísticas y periodísticas. Y así, a sabiendas o ignorando las consecuencias de sus acciones, han devaluado, por la vía de los hechos, el trabajo y la labor de los escritores, actores, músicos y periodistas.

Si los lectores, espectadores y oyentes no pagamos por los contenidos, los profesionales que los crean y las empresas que los producen no contarán con un sustento suficiente que haga sostenible su dedicación. Y acabarán, inevitablemente, apartándose de esa vereda vocacional y profesional para pasar a explorar otros caminos laborales económicamente más rentables. Al final, las consecuencias las sufriremos todos.

Porque, tarde o temprano, se producirá la desbandada de los profesionales y, entonces, arribarán los invasores, esos que confeccionan productos de menor calidad, más masticables y simplones, y a un menor precio. Entre todos, nos estamos cargando un tinglado que, aunque no funcionaba perfectamente, sí nos permitía, al menos, disfrutar de alguna que otra obra de arte y de unos productos cuidados y elaborados con un mínimo de rigor.