La decisión de Washington de rearmar a Israel y a sus principales aliados árabes en Oriente Próximo, Arabia Saudí y Egipto, con una venta de armas y tecnología por la astronómica cifra de 63.000 millones de dólares, representa un giro estratégico de sorprendente amplitud que causó consternación en varias capitales europeas y una catarata de inquietudes y sarcasmos sobre la prudencia y la oportunidad de arrojar gasolina a las llamas de un incendio que consume las mejores energías de los países implicados. Para vencer las reticencias del Congreso, Israel se llevará la parte del león.

Ante la tragedia inconclusa de Irak, parece evidente que la región no necesita más armas, sino menos, y algo más de estabilidad y democracia, pero la secretaria de Estado, Condoleezza Rice , embarcada en una azarosa empresa, la justificó como necesaria para "preservar el equilibrio militar y estratégico". La verdad de ese circunloquio es un viraje poco meditado del Gobierno de Bush con los objetivos de mantener la presión sobre el Irán de los ayatolás, preparar las bases permanentes en la región y asegurar a los clientes que no serán abandonados pase lo que pase en Irak.

XRICE RENIEGAx de las palabras que pronunció en la Universidad de El Cairo en 2005, cuando en ocasión memorable, emulando a los neoconservadores, recordó a los estudiantes una amarga verdad: "Durante 60 años mi país persiguió la estabilidad a expensas de la democracia en la región y nada obtuvo, pero ahora apoyamos las aspiraciones democráticas del pueblo". Arabia Saudí es una teocracia, y Egipto, una dictadura, sin cambios en perspectiva, pero la secretaria de Estado ya no es el heraldo de la democracia, sino la amazona con casco y coraza, abogada del militarismo, que regresa a su disertación doctoral sobre la guerra fría, el expansionismo soviético y la estrategia de contención del comunismo.

En el paradigma de la guerra fría invocado por Washington, el comunismo se sustituye por el integrismo islámico como cemento ideológico que no se extiende por la imposible guerra convencional y el costoso armamento, sino por la guerrilla o la insurgencia y, paradójicamente, por las elecciones, como se demostró con Hamás en Palestina, los Hermanos Musulmanes en Egipto o Hizbulá en el Líbano, financiados desde Teherán. Las sociedades de la región, salvo Israel, están demasiado atrasadas para alimentar un Ejército moderno, pero pueden apoyar con eficacia, aunque movidas por el temor o la miseria, las revueltas e intifadas.

Durante la guerra fría, la contención sirvió de pretexto para consolidar a las dictaduras, de Panamá a Filipinas, pasando por la España de Franco o el Irán del sha, con tal de que ofrecieran pruebas inequívocas de anticomunismo. La historia demuestra, sin embargo, que la carrera armamentista suele volverse contra los propósitos de la política exterior de EEUU e incluso que las armas pueden caer en manos de sus enemigos, como ocurrió en Irán tras el establecimiento de la República islámica por Jomeini (1979), en Afganistán con los talibanes tras la retirada soviética (1988) y ahora en Irak.

Como secuela del fracaso iraquí, la diplomacia estadounidense, que estaba en vías de restablecer la confianza con sus aliados, vacila e improvisa sobre la marcha. Ahora vuelve al realismo de Kissinger , que se atenía a las relaciones de poder, despreciaba tanto la modernización como la democracia y olvidaba los desmanes de los protegidos. Rice, en vez de parlamentar con los adversarios, como hizo Kissinger en China, se resiste al diálogo directo y plantea a los líderes de Teherán el mismo dilema de los cañones o la mantequilla con que Reagan abrumó a Gorbachov , tratando de ganar la guerra fría en vez de gestionarla como todos sus predecesores.

Parece poco probable, sin embargo, que en Irán y Oriente Próximo en general se repita el milagro geoestratégico de 1989, cuando sobrevino el repentino colapso del socialismo real luego de que la URSS, minada en sus cimientos económicos e ideológicos, cantara la palinodia y reconociera que no podía seguir la onerosa carrera armamentista ni usar la fuerza para contener la desintegración del imperio. El Irán subdesarrollado tiene muy poco que ver con el sistema soviético, respaldado por un pletórico Ejército Rojo con pies de barro.

Desde 1980, cuando Jimmy Carter esgrimió la petropolítica para impedir que Irán se convirtiera en el gendarme del golfo Pérsico, todos los presidentes propugnaron el aislamiento del régimen islámico, incluso por la guerra. Bush, si el Congreso lo permite, pretende someterlo a la ominosa prueba de una carrera armamentista cuando su economía está exhausta y empeñada en la quimera del arma nuclear.

Quizá serían más efectivos el armisticio, la concertación con Europa y una ayuda financiera para reforzar a la sociedad civil iraní, en la que subsisten importantes sectores que desearían liberarse del corsé ideológico, la discriminación étnica, la penuria y el atraso. Nada será posible si Bush recupera los mecanismos de la guerra fría con otro enemigo, aunque sea un simulacro, e Israel reacciona en términos existenciales cada vez que el presidente iraní, el lenguaraz Ahmadineyad, reitera la amenaza apocalíptica. Pero tampoco sabemos cuántos años deberán transcurrir para que el islam se reconcilie con la modernidad.

*Periodista e historiador