Con mi hijo tengo una conexión especial desde el mismo momento en que nació y nos miramos a los ojos. Es una sensación que no he tenido nunca con nadie más. Y es verdad que no me siento más mujer por ser madre, pero también es cierto que el hecho de serlo me enriquece como persona y me ayuda a ver la vida desde otras perspectivas. Cuando era pequeño parecía más sencillo. Yo decía qué hacer y él lo hacía (con bronca por medio muchas veces, eso sí). Le llevaba al teatro, a conciertos, a tocar el tambor, le leía cuentos por las noches... Iba orientándolo hacia cosas que, pensaba, harían de él una persona más culta, más educada, más interesante, más humana, más feliz, incluso.

A medida que ha ido creciendo, me he dado cuenta de que él es una persona diferente de mí. Tiene sus propios gustos, su propia ética, su manera de hacer las cosas... Su manera de pensar, sentir y vivir. Personalmente, lo estoy viviendo como un aprendizaje vital. Para él y para mí. La idea es acompañarlo a madurar. A que se convierta en la persona que quiere ser.