La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, fue consecuencia de la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial. Una Declaración que comienza, con un artículo primero que dice textualmente: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Siempre que recuerdo este principio viene a mi memoria aquella mítica y, al mismo tiempo, desconocida película de Jean Renoir, ‘Esta tierra es mía’, en la que un maestro, con aspecto apocado, enmarcado en la obsesión por sus libros, decide combatir al nazismo y lo hace, con el convencimiento de la palabra y de la defensa de los derechos humanos.

Pues bien, sirva este concepto, el de la dignidad y la igualdad, para pronunciarme acerca del necesario compromiso que la sociedad debe mantener hacia la igualdad, y hacerlo, en este caso, en homenaje a las miles de mujeres que desde hace años protagonizan, en silencio, la lucha por la defensa de la igualdad en todas las esferas de la sociedad. La igualdad en una sociedad democrática no es paradigma, es la consecuencia de la plasmación de los derechos humanos. No es casualidad que la Declaración de los Derechos Humanos comience con ese principio, al que añade el de la dignidad, como elemento consustancial al reconocimiento del ser humano. En pleno siglo XXI no puede ser comprendido determinados comportamientos de intolerancia hacia la mujer en sus múltiples facetas: madre, trabajadora, activista social, política, deportista, artista, etc. Podemos participar de múltiples proclamas a favor de la igualdad, pero ya toca pedir justicia y reconocer que la igualdad, sin la equidad no tiene eficacia. La igualdad se presume y presupone. Y la equidad es la que convierte al desigual en igual. Por eso, una no entiende determinados discursos paternalistas, de muchos hombres, respecto a la presencia de la mujer, como un elemento de estigma, más que un elemento de equidad.

Los datos señalan, por ejemplo, en el marco de la Unión Europea, que, a pesar de la Directiva comunitaria de 2006 para promover la igualdad de género en el mercado laboral no se ha logrado cerrar la brecha salarial entre hombres y mujeres, que llega a rebasar el 40% en el caso de las pensiones, según el Índice de Igualdad de Género que realiza el Instituto Europeo para la Igualdad de Género. Y ello, a pesar de que las mujeres ya cuentan de media con un nivel educativo superior al de los hombres. En la UE todavía cobran de media el 16,1% menos que los hombres. La diferencia en la cuantía de las pensiones es aún mayor, debido a la desigualdad en el mercado de trabajo y a que un mayor porcentaje de mujeres tienen empleos a media jornada, una remuneración más baja por hora, o se acogen a permisos parentales o para el cuidado de familiares.

Dicen expertos y expertas, que todo tiene que ver con la sociología, y la capacidad de transformación y evolución de la sociedad. Que parece intuirse un retroceso en ese concepto de la igualdad, a costa de la utilización de la imagen de la mujer, en detrimento del trabajo de la mujer. Que los medios de comunicación siguen vertiendo estereotipos del pasado, de la masculinidad y la feminidad, como antagónicos, y socavando el efecto ser humano en la perspectiva de la sociedad.

El marco normativo de este país proclama la igualdad, y pone en manos de todo/as la capacidad para denunciar y luchar contra la discriminación por causa de sexo. Resulta obvio. Pero, al otro lado de la norma, está la fuerza de la costumbre, las raíces de una sociedad que, en demasía, usa el pasado para conculcar derechos, como es el caso de la igualdad.

Me gustaría, que más allá de mirar a la mujer como tal, mirásemos a la madre, a la amiga, a la luchadora comprometida, a la vecina, a las mujeres y sus rostros, a tantas y tantas mujeres que tan fielmente y magníficamente, nos sirven de referente. Porque detrás del concepto de la igualdad, está el rostro de un ser humano que desoye el pasado que la discriminó, y sacude el presente y futuro, como un gran espasmo que reclama la justicia para la que se siente igual en dignidad y derechos en sociedad.