XAxdemás de la consabida justificación que las fuerzas políticas hacen de los resultados electorales todos ganan cuando se trata de elecciones convencionales porque suben, aunque sea poco, o no pierden tanto como se temían, y todos se apropian de los porcentajes de síes noes o blancos si se trata de referendos, como es el caso, hay algo que demuestra de forma todavía más clara y contundente cómo se intensifica la pendiente del tobogán por donde se desliza la política en los últimos años.

Afecta este síndrome especialmente a las elecciones europeas como las que acabamos de vivir, pero el virus amenaza con extenderse (de hecho ya lo está haciendo) a cualquier consulta electoral sea local, regional o nacional: es la actitud de los partidos ante los índices o porcentajes de participación sobre el total del censo electoral, que con esfuerzo ha logrado superar el 40% en el reciente referendo sobre la Constitución europea.

Estos días estamos asistiendo a otra lucha enconada que, ante la imposibilidad de saber a quién corresponden los sufragios, se centra en la crítica sobre el escasísimo porcentaje de participación para unos, el suficiente para otros e incluso el magnífico para algún atrevido u ocurrente. Lo que para el partido del gobierno es una participación suficiente, se torna en ridícula si habla el partido de la oposición, pese a que hace poco tiempo, cuando el opositor era gobierno, otras elecciones europeas con un índice de participación sólo algo más elevado resultaban una prueba consistente de la participación popular.

He dicho que no existe posibilidad de saber a qué partidos corresponden los votos en un referendo, pero estos días hemos podido comprobar cómo los políticos se apropiaban de lo que les interesaba o achacaban a los otros lo que no les interesaba tanto. Así algunos partidos triplicarían su representación parlamentaria y otros perderían el gobierno o tendrían mayoría absoluta si derivamos la voluntad expresada mediante sí, no o blanco, hacia el número de escaños aplicando la desconocida por el ciudadano ley dúHondt, pero apartando previa y libremente el número de sufragios para mejor provecho de unos y fastidio de los de enfrente.

Al comienzo de la Transición, en el clima de efervescencia e ilusión que se vivía entonces, se consideraba un fracaso cualquier participación por debajo del 65% y se aspiraba a llegar al 80% (se logró en alguna consulta), incluso se decía que no se podía consentir que el 20% restante se desentendiese de la participación en el sistema. Pasados los años ese 20% de abstención, porcentaje con el que se contaba por anticipado en cada elección, se empezó a llamar abstención técnica y, muy poco después, apenas ningún político se preocupaba si la abstención rondaba el 50%. Vemos ahora que se va instalando el mismo comportamiento para casi el 60%, pero parece que mientras no se supere esa barrera psicológica no hay nada que temer.

En esta deriva no sé si daremos por bueno el 20% de participación o el 80% de abstención dentro de unos años, pero lo que sin duda está reflejando este comportamiento es la huida de la participación política por parte de la ciudadanía.

Los porcentajes de participación están comenzando a ser una falacia del mismo calibre que la de la descentralización del poder para llevarlo a los ciudadanos, que ha servido muchas veces para reproducir centralismos en pequeño y formas de poder caciquil y ha alejado precisamente el poder de la gente corriente.

Subyace en todo esto el problema de la limitación del poder, la esencia de la democracia que vio en su origen cómo el equilibrio entre contrarios es la única forma de asegurar una gestión adecuada.

Conocedores del ser humano, los padres de la Revolución Francesa intuyeron que sólo el control de los gobernantes aseguraba el progreso político de los pueblos. Todo lo contrario de lo que parece instalarse ahora en la era de la claridad fingida y el actualismo perverso.

A pesar de todo, confieso que no estoy del todo convencido de que la elevación del porcentaje de participación asegure un poder más presentable aparte de más representativo pero eso nos llevaría por otra senda. Los estadounidenses llevaban varias elecciones presidenciales eligiendo a su máximo mandatario con menos del 50% de participación del censo electoral.

En la última elección presidencial se ha superado por fin, aunque no muy ampliamente, ese porcentaje y ya sabemos quién ha ganado. Es otra de las contradicciones de la sociedad mediática que habremos de resolver si queremos progresar no sólo en bienestar o condiciones económicas sino en algo más sutil y necesario.

A veces dan ganas de recuperar el ingenuismo de la máxima expresada en la Constitución de 1812, la famosa Pepa, que quería hacer a los españoles buenos, honrados e inteligentes.

*Catedrático de la Uex