WLw a impunidad que perseguía el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, con la ley aprobada el año pasado, que otorgaba inmunidad judicial a las cuatro primeras autoridades del Estado durante sus mandatos, se desvaneció ayer cuando el Tribunal Constitucional sentenció que se trata de una norma que no se ajusta al ordenamiento jurídico italiano. Para los 15 magistrados, la ley viola el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y desautoriza de plano el argumento esgrimido por los abogados de Berlusconi: que el jefe del Gobierno es un primus supra pares (por encima de sus iguales). Una posición que más parecía sacada de otra época histórica y no de una democracia política y socialmente avanzada.

Más allá de los tecnicismos jurídicos, lo que realmente importa es que Berlusconi, salvo que guarde algún as en la manga --un extremo que, conociendo al personaje, no hay que descartar--, no podrá seguir bloqueando dos procesos en los que se halla imputado con cargos graves: uno por falso testimonio ante un tribunal del abogado David Mills, condenado a cuatro años y medio de cárcel por un juez de Milán, y otro por la facturación por encima del precio acordado de derechos de televisión realizada por Mediaset, el grupo multimedia de su propiedad. En ambos casos, Berlusconi se expone a ser condenado a penas privativas de libertad.

De ahí que la importancia política de la sentencia de ayer exceda con mucho al juego normal entre instituciones y al sistema de garantías propio de la democracia. Porque al quedar a merced de los jueces italianos, Silvio Berlusconi queda también sometido a una opinión pública a menudo anestesiada por la estrategia de propaganda desplegada por los medios de comunicación que controla el primer ministro. Y el fallo abre una brecha en la variopinta alianza de derechas que gobierna Italia con una tendencia inusitada a inquietar a propios y extraños.

En todo caso, la historia de la Italia contemporánea, desde los días de la operación Manos Limpias, demuestra que la acción de los jueces ha sido siempre la más eficaz para sanear la política. Al contrario de la de los políticos, entregados demasiado a menudo a inercias de todo punto inconfesables. De forma que quizá consiga esta sentencia lo que la licenciosa vida de Berlusconi; el reiterado acoso a la prensa independiente que ha venido articulando desde su posición de poder; y las muestras de mal gusto, incluso con personalidades extranjeras, prodigadas por el primer ministro no han logrado: que quienes le votaron dejen de reírle las gracias y empiecen a exigirle responsabilidades por su escandaloso comportamiento de todos los días. Se trata de una necesidad de estricta higiene democrática para prestigiar al sistema democrático italiano y, de paso, desalentar para siempre a los oportunistas.