Hace unos cuantos años, el gran cineasta John Ford rodó uno de sus últimos wésterns, en el que nos mostraba el final de una época para dar paso al comienzo de otra nueva. De forma magistral y en un conciso blanco y negro, para que nada estético pudiera distraer la atención sobre la reflexión que emana la película, enunciaba que en el salvaje oeste de principios del año 1800 había llegado el momento de terminar con la ley del más fuerte y el tomarse la justicia por su mano, para acceder al imperio de la ley y, sobre todo, de la Justicia. En el momento actual, vivimos unos tiempos en que, en plena democracia y con las leyes protegiendo a los ciudadanos, algunos contemplamos estupefactos, como estas leyes protegen al agresor y castigan a la víctima. El problema de la ocupación de viviendas es que se mezclan un maremágnum de gentes, ya sean los realmente necesitados, los espabilados, los cínicos o los delincuentes. Hoy en día puede ocupar una casa desde la familia que no tiene techo bajo el que dormir, hasta el sinvergüenza que alquilará o venderá esa ocupación. Es evidente que estamos ante un gravísimo problema social y que la solución de este problema corresponde a las diversas administraciones, que para eso han sido votadas y que, sobre todo, para eso cobran. Cuando un propietario humilde es tratado como el mayor de los bancos y tiene que contemplar impotente como cualquier individuo, necesitado o caradura, puede tomar posesión de su propiedad, dejándole a él en la calle, es evidente que la ley no funciona.