Mi madre, que tuvo seis hijos, de los que sobrevivimos cinco, no necesitó un blog o una cuenta de Twitter o Instagram para maldecir haber sido madre todos los días al mismo tiempo que nos adoraba.

O nos quería por la mañana y nos aborrecía por la noche, indistintamente y no siempre a todos a la vez. Un día llegó a gritarme que no le había dado más que disgustos, para unas horas después consolar mi llanto desbordado. Y eso que habíamos estado a punto de romper un cristal, en una de esas sesiones de limpieza maratonianas que acababan siempre en imprecaciones y lamentos.

Mi madre. Tan antigua. Sin internet, ni móvil, sin grupos de madres acaloradas en discusiones tan ardientes como inútiles. Sin haber leído ensayo alguno sobre la maternidad, sin cuestionársela nunca salvo para gritarnos cuando los cinco empezábamos a pelear por cualquier tontería. Sin listón alguno porque no había necedades para compararse, ni tanto tiempo libre para leer mentiras sobre verdades mayúsculas que todo el mundo conoce.

Pues claro que la maternidad no es un camino de rosas. Pues claro que a veces te arrepientes, igual que de cualquier decisión que tomas, lo importante es haberla tomado libremente.

Solo que ahora internet amplifica todo hasta las pelusillas de quienes solo saben mirarse el ombligo. Lo que ha escrito la socióloga israelí Orna Donath es una verdad como un templo, pero no es una verdad nueva.

No se puede sacralizar la maternidad, pero tampoco considerarla simplemente un rol social. Es mucho más que eso. Algo más complejo, más delicado, y quizá por eso más terrible.

La sociedad te empuja a ser madre y luego te deja sola. Eso sí es cierto. Y ahí es donde está el problema, en las medidas para favorecer la maternidad que no se toman, en la conciliación que no existe, en las guarderías a precio de oro y lejos del trabajo.

Lo otro, lo de arrepentirse, ya lo conocían mi madre, y las otras madres de mis amigas. Duraba un segundo, a veces días. Y luego todo volvía a la normalidad, a esa normalidad a la que pertenecemos las madres conscientes de que esto no es Jauja, pero tampoco un infierno, y que tenemos derecho a quejarnos, sí, pero estando agradecidas a las mujeres que nos educaron para ejercer la libertad de tener hijos, a pesar de que ellas mismas la desconocían.

* Profesora