Si algo bueno ha tenido la catástrofe del Prestige ha sido la ola de solidaridad de miles de jóvenes de Galicia y de otras comunidades autónomas que han acudido desinteresadamente para intentar paliar las consecuencias del vertido. Esta espontánea marea blanca de voluntarios ha contrastado, especialmente en los primeros días tras el accidente, con la falta de reflejos de las administraciones públicas. Hubo un momento en el que los marineros gallegos se sintieron solos, y los voluntarios fueron su primera ayuda. Hacían el trabajo con más ilusión que medios y sin la necesaria organización.

El giro dado por José María Aznar ante la avalancha de críticas a la gestión del problema por parte del Gobierno ha hecho más eficaz la tarea de ese pequeño ejército de monos blancos. Sin embargo, los testimonios de quienes siguen en la titánica tarea de limpiar el chapapote indican que más de un mes después del naufragio del barco todavía no hay un comité de crisis que aproveche de forma óptima los recursos humanos a su disposición. Son los propios voluntarios los que denuncian que hay playas a las que aún no ha ido nadie mientras las distintas administraciones no saben qué hacer con tan generosa oferta de ayuda.