Mira, David Bustamante, esto que nos estáis haciendo Paula y tú no tiene nombre.

Te lo digo desde el respeto, como dicen ahora. O mejor aún: desde el respeto, no, lo siguiente, que queda todavía más serio.

Hoy es Jueves Santo, y en lugar de torrijas y pestiños, el cuerpo me pide penitencia de potajes, y eso no puede ser, David, te pongas como te pongas.

No es cuestión de salir con gesto adusto en los medios que hasta ahora te han encumbrado y se han hecho eco de todas vuestras monerías.

No eres un delincuente, no, ya lo sabemos, pero si nos has mostrado hasta la saciedad vuestros besitos y arrumacos, vuestras idílicas vacaciones, vuestros estilismos de entrenador personal y gimnasio, ahora toca lo que toca, morritos de otro tipo y pucheros, y recoger los platos rotos.

La crónica de vuestro desamor deja en pañales a cualquier tragedia griega. Y eso no se hace, amargarnos la vida así, tan tontamente.

La torrija ahí, esperando, extrañada de mi ausencia, mientras vivo sin vivir en mí desde que me enteré de lo vuestro.

Aún no me había recuperado de lo de Angelina y Brad, y ahora me venís con esto. Lástima que haya muerto Garcilaso hace tanto, y que Shakespeare no pueda resucitar para cantar las desdichas de un amor que solo puede estar a su altura.

Yo, sinceramente, no me veo capaz de hazaña literaria semejante. Siento tu dolor, David, pero vívelo en silencio y en la intimidad de tu casa, como decís los famosos.

Yo, mientras tanto, enmarcaré el pañuelo auténtico que me compré en aquel viaje a San Vicente de la Barquera, tu pueblo, donde buscamos en vano el andamio inconcluso que abandonaste en busca de la gloria.

Entonces, me caías bien, cuando la fama aún no te había convertido en alguien que seguramente no eres. Vuelve a cantar, arreglad lo vuestro o no, sed felices separados o juntos, cuidad de vuestra hija, en serio; pero dejadnos un poquito en paz.

España, la torrija, mis lorzas y yo os lo agradeceríamos mucho.