Dicen los médicos que, cuidadín, torpedo, estoy perdiendo audición. Año a año detecto cada vez peor los pitiditos agudos y graves de los análisis de la empresa. También mi mujer se queja de que tenemos que poner la tele muy alta para que la podamos escucharla los dos. «¡Pero si ya está altísima! ¡Vamos a molestar a los vecinos!». Yo me encojo de hombros y le doy un punto más con la excusa de que los actores no vocalizan mucho. Luego hay que bajarla cuando hay explosiones y tal, pero en fin...

La culpa, aparte del chachachá, la tiene seguramente lo mucho que me gusta escuchar música bien alta con cascos. Esto no es de ahora, eh. A poco que junté cuatro duros en mi adolescencia me compré un walkman de esos con auriculares de almohadillas naranjas --era baratucho y solo podía rebobinar hacia adelante-- y en algunos viajes me acompañó un pequeño estuche con cintas grabadas TDK y Sony.

Ahora todo es más facilón e incluso gratis. Aunque debas tragarte algunos anuncios, tienes todo el catálogo de Spotify en tu móvil. Así es que lo que los cursis llamarían ‘la banda sonora de mi vida’ me acompaña casi a cualquier lado, desde Teresa Rabal a Riot Propaganda. Antes se te quedaban mirando cuando ibas así por la calle, pero ahora cada vez es más normal. Y es que es una buena forma de aislarse, incluso en el curro, incluso cuando estoy escribiendo una columna como esta. La música te ayuda a concentrarte, a ir a otro sitio donde nunca pondrás los pies. Y, cuanto más alta, mejor, por mucho que los fabricantes de teléfonos adviertan que puede causar daños irreparables si se te va la mano dándole caña al volumen.

Es brutal esa afición que tenemos de seguir haciendo cosas que nos dan placer, aunque a la larga nos perjudiquen. Doy por bien empleado irme quedando sordo poco a poco. Total, para lo que hay que oír a veces...