Lo hice en verano y lo repito. La Navidad da para tanto, que hasta se me ha ocurrido que se van a divertir mucho más conmigo y yo con ustedes si iniciamos desde hoy un serial por semana hasta que acaben las fiestas. Y lo primero, muy de agradecer, es hablarles del estómago.

Asomarse a los menús navideños es todo un disfrute para el paladar y, en ocasiones, un asedio al bolsillo si nos pasamos de frenada con la euforia festiva. Que levante la mano quien no se haya arrepentido de algo que dijo o hizo una nochevieja o nochebuena o, quizá peor, incluso antes de que sonaran las campanadas si los brindis de mediodía se alargaron. No sé qué nos pasa, valga el topicazo, pero cuando llega la Navidad todo parece distinto. Tan diferente, que hasta cuesta creérselo.

Esta semana me iré de cena con mis amigos. Prometo portarme bien y hacerlo como Dios manda: eligiendo menú, algo raro cuando sueles ir a carta o picar lo que te pida el cuerpo en esos momentos. ¡Un menú cerrado! Así que, puestos a pedir, intentaré que el cuerpo no se me retuerza en exceso al día siguiente y procuraré hacer fondo por si se me va la mano con el gintonic.

Qué tiempos estos. Hasta hay que prever lo que le va a apetecer a uno si ni siquiera sabes qué día te espera en la fecha de autos. La verdad es que la elección de un menú navideño exige cierta preparación y hasta matemáticas. Les aseguro que los hay que por dos euros más de precio matan, aunque luego se atiborren a copas balón. En fin, paradojas de la sociedad de consumo. Qué les voy a decir, que estamos a los pies de la Navidad. Que nos pille con el estómago preparado.