Escritor y

exministro de Trabajo

La democracia española presenta un balance realmente positivo. En sólo 25 años hemos avanzado sensiblemente en libertad y madurez democrática, con un importantísimo incremento de nuestro bienestar económico y social. Es éste un balance objetivo, probablemente compartido por un elevado porcentaje de los españoles. Sin embargo, todos percibimos cierto desencanto social con respecto a la política.

Muchos votan a una u otra opción sin más ilusión que su tradicional pertenencia a un bloque determinado, o movidos por el voto útil, o por el temor ante el posible avance de la opción rival. Si cada uno de nosotros realizáramos un sondeo en nuestro entorno, oiríamos muchas voces en ese sentido. Deberíamos entonces preguntarnos: ¿cómo es posible esa aparente paradoja entre una democracia que sabemos exitosa y ese desencanto creciente? No es fácil la respuesta, aunque todos los síntomas apuntan a que nuestro sistema --que se ha hecho maduro-- presenta lagunas. Por eso oímos una y otra vez opiniones que insisten en la necesidad de que aparezca algo nuevo para mejorar una realidad que comienza a producir tedio.

Sin embargo,la experiencia nos dicta que para que nazca algo novedoso --impulsado por una nueva opción política, o por un deseable giro reformista de los partidos actuales-- es imprescindible un discurso previo que dibuje horizontes de hacia dónde queremos avanzar y que articule medios para conseguirlo. La desilusión sólo tiene una cura: embarcarnos en proyectos que vuelvan a despertar ilusión. Y para ello deberemos ser ambiciosos, cuestionándonos algunos modelos que nos han parecido sacrosantos hasta el momento, como, por ejemplo, el de los partidos políticos.

El sistema de partidos políticos vigente legalmente en España comienza a quedarse anticuado. Todos coincidiremos en que una democracia sana precisa de partidos políticos. Pero una cosa es eso, y otra que hayamos construido un modelo de partidos-aparato todopoderosos que simplemente permite al ciudadano votar cada cuatro años y nada más.

Es normal y comprensible que en los albores de nuestra democracia el sistema tendiera a favorecer la aparición y consolidación de partidos políticos. Por eso la ley les entregó el monopolio de la acción política. La política sólo eran los partidos políticos, articulados en torno a un poderoso aparato de ilustres, al que se le entregaban todas las armas del poder. A saber, listas electorales bloqueadas y cerradas (sólo figura aquel que es dócil con el que manda), férreos grupos parlamentarios dependientes del partido y que imposibilitan la iniciativa individual de los diputados o generosos modelos de financiación que priman a los grandes, por resaltar algunas de las prebendas más reseñables. Con este modelo no existe separación de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo, que son dos meras expresiones de un mismo poder, el del aparato-partido. Por si fuera poco, decidimos que los órganos de gobierno judicial fuesen elegidos desde el Parlamento, esto es, designados realmente por los aparatos de los partidos. Nuestro sistema no garantiza una real separación de poderes, sino que los concentra todos en el partido político.

El que manda en el partido que gana por mayoría unas elecciones controla el Ejecutivo, el Legislativo y, en gran medida, el gobierno del Poder Judicial. Y, por si fuese poco, el fiscal general del Estado es elegido por el Gobierno. ¿Dónde está entonces la separación de poderes teóricamente consagrada en nuestros principios constitucionales?

Deberíamos iniciar un debate, sosegado y a medio plazo, que nos permita encontrar las fórmulas para superar las evidentes limitaciones de nuestra democracia. Pero cada vez que se exponen estas ideas se levanta una reacción que argumenta que algunas medidas podrían significar un cambio en la Constitución. Según estas opiniones, eso significaría trabajar para los que quieren romper la unidad de España.

Esta postura supone un gran error, ya que ese inmovilismo es precisamente rehén de aquellas propuestas que dicen combatir. No podemos resignarnos a que Ibarretxe, por ejemplo, condicione cualquier mejora de nuestras leyes.

Combatamos democrática y legalmente sus planes, si no nos gustan, pero no impidamos la real separación de poderes, o el avance hacia fórmulas más representativas de nuestra democracia. El mirar hacia atrás, el no dibujar horizontes de futuro, es precisamente lo que más debilita una idea de nación o país.

Por eso ha llegado el momento de cuestionarnos nuestro sistema. Pero ¿lo harán los grandes partidos que precisamente se benefician de él? No lo sabemos, quizá en el futuro sí. Pero, a corto plazo, el debate se tendrá que llevar desde la doctrina, las universidades, asociaciones y sociedad civil. Todo un reto que debe motivarnos. La ilusión es de nuevo posible.