Filólogo

Gene Robinson, sacerdote homosexual, ha sido consagrado obispo anglicano, con un buen puñado de votos laicos, lo que producirá, seguramente, crujir de dientes y desgarrados cismas, a pesar de que la homosexualidad sea práctica tan cultivada como condenada por las religiones. Tal actitud parece más cerca de la homofobia y el fanatismo, que de un proceso intelectivo racional y sensato.

La sociedad parece mucho más condescendiente con el hecho: tal vez por información o por cercanía, y porque, a pesar de Freud, ni todo es sexo y genitalidad, ni procacidad: todos conocemos a homosexuales, aceptamos sus relaciones y defendemos su igualdad de derechos, y nadie se rasga las vestiduras ante las uniones entre los mismos, sabedores, quizá, de que ni muerden ni contagian.

A día de hoy no se sabe con exactitud la causa de la homosexualidad, aunque muchos estudios apuntan a "variaciones innatas de los mecanismos biológicos y psicológicos que modulan la atracción entre personas adultas", por lo que es algo que está fuera del control del individuo y por ende de su imputabilidad. No parece, pues, que pueda clasificarse de enfermedad, vicio, proceder antisocial, secuela patológica ni de una infancia traumática u otras falsas causas esgrimidas. Por otro lado cabría decir que si el monaguillo o el obispo tienen tal tendencia, no tendrían por qué vivir en una íntima y continua mentira; si ambos tienen dones para la pastoral, la opción sexual no debiera suponer ningún estorbo, como no lo es para el arquitecto, el guardia civil o el pintor.

En nuestra cultura no casan estas dos palabras: obispo y gay, pero en lugar de tirar los muebles por alto, deberíamos hacer una civilizada y desapasionada revisión de los valores de la tolerancia, el valor de la ciencia, el significado de la historia y la función de la religión. Toda una confrontación de saberes y actitudes sociales pendiente.