Me pregunto qué sería de nosotros sin las obsesiones. Estoy seguro de que cualquier especialista sabría explicarlo con exactitud pero, a diario, puedo confesar que las tengo. Y muchas. Usted también, no lo niegue…

Hasta mis seres más queridos y que más me conocen me afean en ocasiones la conducta por mis "manías", llevadas a veces hasta límites insospechados como tender la ropa de madrugada por temor a dejarla en la lavadora o juntar las monedas que me sobran de los bolsillos en un mismo montón y no saber luego cómo gastarlas. Reconozco mis obsesiones, sí, y hasta me cuesta disculparme.

Por ejemplo, ahora mismo, mientras escribo este artículo, los papeles deben estar ordenados encima de la mesa. Si no, es imposible comenzar a trabajar porque el desorden me altera. Admito que me paso de la raya a veces por las ganas de tenerlo todo en su sitio. O manías, entiéndalo mejor así.

Por eso he de reconocerles que observo en los demás con detalle esa capacidad para controlar sus obsesiones. Y me parece una virtud saber hacerlo, máxime en estos tiempos de prisas, reloj y obligaciones varias. Les pido que hagan la prueba: siéntense y elaboren una lista de cosas que no pueden soportar si ven a otros hacerlas y conviértanlas en sus obsesiones.

Así descubrirán por qué el vaso no puede quedar en el fregadero todo el día sin lavar, a qué se debe que haya pelos en la bañera o cuál es el verdadero motivo de que el fiambre no lleve el papel de aluminio preciso para no secarse. Y, así, muchas más querencias bien o mal entendidas según el estado de ánimo con el que se hayan levantado ese día. Hasta en la cola de la charcutería observo a gente que llega y no pide la vez, aunque el resto tengamos que poner cara de perro. Admitiré quizá que estoy un poco trastornado o que, sencillamente, las obsesiones ya me pasan factura. A los perfeccionistas también nos ocurre.