WLw as dimensiones de la economía española justifican sobradamente el deseo del Gobierno de participar en la cumbre de Washington del próximo día 15 de noviembre, que se presenta pomposamente como la ocasión adecuada para refundar un capitalismo que por los resultados que se están observando está algo caduco y no es capaz de hacer frente a la crisis económica y financiera mundial.

El peso de España en el seno de la Unión Europea fundamenta asimismo la pretensión de José Luis Rodríguez Zapatero, por no hablar de la importancia de las inversiones españolas en numerosos países de Latinoamérica y de la solvencia reconocida de nuestro sistema financiero en tiempos de turbulencias.

Dicho esto, es por lo menos discutible la oportunidad de algunas de las iniciativas puestas en marcha para alcanzar el objetivo de participar en la reunión del G-20. Los formalismos inevitablemente asociados a la actividad diplomática se compaginan mal con algunos desafíos innecesarios --restregar a Italia su indudable decadencia-- o con la búsqueda de atajos.

Uno de estos desvíos para llegar a Washington, con todas las trazas de ser una vía muerta, es la pretensión de ocupar uno de los dos sillones que le corresponden a Francia --miembro del G-8 y presidencia semestral de los Veintisiete--, cuyo presidente, Nicolas Sarkozy, se ha comportado con calculada ambigüedad a la hora de apoyar las exigencias españolas.

Otro camino que se antoja equivocado es aspirar a alguna forma colectiva de representación de los intereses latinoamericanos: a Washington acudirán por diversos motivos tres países del área, de los cuales uno de ellos, Brasil, es una potencia emergente en pleno auge con todos los atributos para consolidarse como potencia regional.

Que Brasil apoyara los deseos de España por boca del presidente Lula da Silva durante la Cumbre Iberoamericana celebrada la semana pasada; que China hiciera lo propio en fecha reciente y que los candidatos a suceder a Bush parezcan comprender las razones de España tiene un enorme valor simbólico. Pero resulta precipitado deducir de todo ello que nuestro país tendrá un sillón reservado el día 15. Antes hace falta que la discreción y el trabajo entre bastidores rindan los beneficios que hasta el momento no han dado los discursos encendidos.

Esas son las reglas de la diplomacia mundial desde tiempo inmemorial. A las que debe añadirse siempre, como condición sine qua non, la complicidad entre los grandes partidos para alcanzar un objetivo de Estado. Y ahí es forzoso reprochar al Partido Popular su tibieza en esta empresa, más interesado en explotar un posible fracaso del Gobierno de Zapatero --la ausencia de Washington-- que en apoyarle sin condiciones.