El hablaba en voz baja para no molestar a su cliente aunque se le entendía todo. Durante los minutos que duró aquella conversación que empecé a escuchar por casualidad, advertí cómo la pareja rota trataba de llegar a un acuerdo doméstico mientras se sucedía el ruido de la incomprensión. Lástima no haberme quedado hasta el final, pero la educación me pudo hasta el punto de ir retirándome del lugar para no incomodar al tipo en su afán de buscar un consenso. La comunicación no siempre es fácil, pensé, aplicándome la receta de quienes a veces no sabemos escuchar para centrarnos en nuestros argumentos como si así fuéramos a salir vivos del envite verbal. Esta vez, intuyo, el resultado fue positivo porque la cara del protagonista había pasado de la tensión inicial al gesto de quien sabe que las palabra a veces también triunfan. Días después, caminando a casa por el parque, vi a dos hombres charlando. Eran ellos, esos mismos a quienes veo postrados en el suelo pidiendo limosna cada mañana en las calles del centro. Podrían conocerse mucho o poco, pero en ese momento intercambiaban una conversación que demostraba que se habían convertido en amigos más que en competencia de acera. Quién sabe si acaso duermen en el mismo albergue cada noche o se estaban preguntando aquel día cómo aguantarán la Navidad que se les avecina con estos fríos. A punto de enfilar la puerta, miré al vendedor de cupones regalando el sueño de los millones mientras los camareros de una terraza cercana avistaban una tarde floja en ventas. Ellos también charlaban para combatir el aburrimiento de no tener clientes o, lo que es peor, de esperar sin mucha fe a que aparezcan. Que la comunicación les alivie puede ser hasta un mal menor cuando no hay mucho que hacer al raso con el invierno encima. Una vez más, y no sé cuántas van, entré en el despacho y lo vi vacío. A veces me pasa que hablo solo. Debería aprender más de la calle.