Desde el principio de esta legislatura se está elaborando la reforma para endurecer por enésima vez el Código Penal, que es ya el más duro de la etapa democrática. Esto se hace para satisfacer a una opinión pública asustada por miedos a veces irreales e intangibles, alentados demagógicamente. Parece que se ha llegado a un acuerdo entre partidos: se reducen los beneficios penitenciarios y aumentan las restricciones para acceder al tercer grado y a la libertad condicional; se establece un severo paquete de medidas complementarias de la pena y, en algunos casos, el juez podrá, incluso, decretar la libertad vigilada tras el cumplimiento de la condena.

La privación de libertad supone la agresión más directa que el Estado ejerce contra el ciudadano como sujeto de derechos. Se trata de mantener una represión sobre lo presos preventivos y los condenados, apartándolos así de la participación social. Pero la democracia exige dar una oportunidad a la dignidad humana y a la voluntad de superación de los reos. Según el artículo 25.2 de la Constitución, las penas privativas de libertad deben orientarse a la reeducación y reinserción de los condenados. La Constitución también dice que debe evitarse el deterioro físico y psíquico de los presos preventivos. La legalidad es irrenunciable, claro, pero hay que dotarla de la financiación suficiente. No podemos limitar por la fuerza los intereses, motivaciones y capacidades de nuestros conciudadanos por espacios temporales prolongados y en condiciones impropias (las cárceles están superpobladas) para después poner en duda, cínicamente, la capacidad del preso para reiniciar la vida cotidiana. Al negar al condenado su condición humana, perdemos también la nuestra.

Luis F. Crespo Zorita **

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