He escuchado muchas veces a compañeros docentes clamar indignados porque alumnos o, sobre todo padres, cuestionen su modo de trabajar, o les pidan demasiadas explicaciones por la calificación de un examen. Últimamente oigo parecidos clamores ante la propuesta de regular los deberes. ¿Quienes son los padres -preguntan algunos colegas- para decirnos a nosotros si hemos de mandar o no mandar tareas para casa? ¿Es que acaso los pacientes piden explicaciones al médico que les trata y les prescribe el tratamiento? ¿No, verdad? ¡¡Pues con nosotros lo mismo -exclaman finalmente-!!

La comparación con los médicos la vengo escuchando, en estos términos, desde que me dedico a la docencia. Supongo que porque el médico es una especie de paradigma de la respetabilidad y la autoridad profesional. Los médicos son muy importantes. Todos los necesitamos. Nos tratan cuando estamos enfermos. Salvan vidas. Y en casi toda sociedad son tratados, justamente, con gran consideración. Diría que hasta se tiene una sana envidia al prestigio del que gozan. El tono de unos padres suele ser muy distinto cuando dicen que su hijo «es médico» que cuando dicen que «es profesor de secundaria» o «maestro». Es así, no se engañen.

Esta distinción es en parte injustificada. Idealmente al menos, la profesión de educador resulta igual de trascendente, o más, que la del médico. El médico es un especie de ingeniero del cuerpo: nos pone el vehículo de la vida a punto y, a veces, hasta lo libra de un desastre prematuro. Pero no nos dice a dónde hemos de ir con él, ni si vale o no la pena seguir circulando. El educador, en cambio, se ocupa -al menos idealmente- de algo mucho más importante: de guiarnos, de enseñarnos a descubrir nuestra vocación, de orientarnos frente a esa jungla, sin aparente sentido, que es la vida. El maestro nos cura el alma de la ignorancia y sus síntomas (el dogmatismo, la pasión ciega, la maldad), y la prepara para procurarse las mejores ideas, los deseos convenientes, las emociones más alentadoras. Si el médico se ocupa del «chasis» que es el cuerpo, el educador trata con el motor anímico de nuestra vida, con aquello que más propiamente somos...

Ahora bien, para ganarnos todo ese respeto que los educadores merecemos, dada la trascendencia de nuestro oficio y el valioso y complejo material que manipulamos, tenemos, también, que ser buenos en aquello que nos ocupa. Y eso -pese a lo que suele pensarse- no es nada fácil. Para ser buen médico quizá baste con estudiarse los manuales al uso e ir ganando olfato con la práctica. Pero para ser buen docente no hay manuales al uso (hay filosofías, pedagogías varias, ensayos de todo tipo), y la práctica es mucho más desconcertante (tal como lo es la mente en relación al cuerpo).

Pero esta evidencia parece que tarda en imponerse. Prevalece la idea de considerar la docencia como un filón laboral para graduados sin otra salida mejor. Al fin y al cabo, parecen pensar todavía algunos, eso de dar clases es fácil. Basta con saber algo, meterse en el aula, mandar callar, y explicar la lección. Y si algo falla, la culpa es siempre de la administración (que no pone medios), del sistema (que está pervertido), de las familias (que nos llevan la contraria) y de los alumnos (que no ponen interés). Nunca es nuestra. Casi nadie y casi nunca pone en cuestión la eficacia del trabajo del educador. Esto es un error. Educar es una de las cosas más difíciles del mundo, una tarea infinitamente compleja, en la que todos cometemos cada día errores, y en la que el mayor responsable (aunque no sea el único) es el docente. Cambien en la última frase «educar» por «curar» y «docente» por «médico» y verán (si son docentes, sobre todo) como ahora sí que están de acuerdo.

Esta dificultad la han entendido en algunos de los países que están a la vanguardia de la educación. Por eso exigen a sus maestros y profesores una vocación a prueba de bomba, una formación pedagógica y científica de altísimo nivel, un control exquisito y cualificado de su trabajo, y un rigor excepcional en el acceso a la profesión. Exactamente igual que aquí a los médicos con los que tanto nos gusta compararnos. No estaría mal que también en esto exijamos que a los docentes nos traten como a ellos.

*Profesor de Filosofía.