Dentro de una semana, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Francia y toda Europa se someten a una prueba de fuego. El resultado de Marine Le Pen puede convertirse en la culminación del ascenso de la extrema derecha en el segundo país europeo, fundador de la UE y sostén imprescindible, junto a Alemania, del edificio común, resquebrajado ya por los altos porcentajes de voto ultra en Austria, Holanda, Finlandia o Dinamarca y por las derivas autoritarias de los gobiernos de Hungría y Polonia. El empuje ultraderechista responde a la acumulación del malestar social iniciado a finales de los años 70, cuando se rompe el contrato social de la posguerra en lo que el premio Nobel de Economía Paul Krugman llama «la gran divergencia», que consiste en el giro neoliberal de las políticas económicas para favorecer a los poderosos y recuperar rentabilidad a costa de las clases populares. La desigualdad social, el paro, la precariedad laboral, la pérdida de poder adquisitivo, el empobrecimiento de las clases medias y los recortes del Estado del bienestar producen una progresiva desafección política, que se agrava con la globalización incontrolada.

La globalización y la crisis económica y social iniciada en el 2008 dejan una multitud de perdedores entre las capas más bajas de la sociedad, de los que se nutre el voto de la extrema derecha. El eje globalización-identidad ha sustituido al clásico derecha-izquierda. En la mayoría de países, esa oposición beneficia a la ultraderecha, favorecida por el desprestigio de la socialdemocracia debido a su seguimiento de las políticas neoliberales, y en otros surge un populismo de izquierdas que impugna también la construcción europea tal como se ha llevado a cabo.

El fracaso de la integración social de la inmigración ha abonado al mismo tiempo la demagogia ultra de culpar al extranjero de todos los males y ha situado la crisis de los refugiados en el centro del debate europeo. Un debate en el que crece el euroescepticismo, cuando no el antieuropeísmo. La UE está ante el momento más crucial de sus 60 años de historia, y no se ven en el horizonte ni líderes visionarios ni proyecto compartido. Pero la solución no son los repliegues nacionales, sino en lo que ahora se llama «mejor Europa», que pasa necesariamente por la democratización de sus estructuras y por un cambio de políticas para recuperar el modelo social europeo.