Lo peor de la tensión política por la que atravesamos es que, a corto plazo, no tiene visos de amainar. En gran medida, su origen es la crispación que genera la mala situación económica --casi cinco millones de parados y un déficit que dobla, también, la media europea--, pero, además, hay otro factor de peso; me refiero a la inestabilidad política de fondo que acarrea la demora de respuesta del Tribunal Constitucional a los recursos planteados contra el Estatuto de Cataluña. Este asunto se ha envenenado hasta alcanzar niveles de retorcimiento político surrealista y delata el cinismo con el que se despacha una clase política atenta únicamente a su intereses de casta.

No me extraña que las encuestas describan con tanta rotundidad el desprecio que muestra una parte de la ciudadanía hacia los políticos que han hecho de la política una profesión, una forma de vida y, en algunos casos, un negocio; lo que resulta definitivamente esclarecedor es que a ellos, a los políticos, no les preocupe el juicio de la calle. Como no les preocupa la corrupción salvo cuando es imputable a sus enemigos. Entonces, sí, entonces sacan a pasear en los telediarios al fariseo que llevan dentro para denunciar en Madrid lo que no quieren ver en Palma o en Valencia o callar lo de Barcelona para que no les pregunten por lo de Sevilla.

Mientras tanto, un millón largo de ciudadanos se pregunta por qué Zapatero ha decidido congelar las pensiones y recortar los sueldos de los funcionarios en vez de meter mano por vía de impuestos a las sociedades de inversión. Ya sé que no son cuestiones homogéneas, pero todos estos problemas están cargando el ambiente de tal manera que, pese al descrédito de los sindicatos, si, al final, como resultado del fracaso de las conversaciones para la reforma laboral, acaban convocando una huelga general, tengo para mí que, como en Grecia, puede armarse una gorda. ¡Ojalá me equivoque!