WLwa muerte del rey Fahd de Arabia Saudí y la entronización de su hermanastro Abdalá terminan con un equívoco. El nuevo monarca, que se procuró una imagen de reformista, ya no podrá utilizar el pretexto de su poder provisional. Su avanzada edad y la resistencia previsible de una corte ultraconservadora convierten en papel mojado sus proclamas en favor de la democracia. Las elecciones locales, sin participación femenina, seguidas por la represión de los disidentes, han confirmado los estrechos límites del cambio. El nuevo heredero, el septuagenario príncipe Sultán, no es precisamente un cruzado de la democracia. El reino seguirá asentado sobre el inmovilismo, el maná petrolero y el extremismo islámico que en otros lugares del mundo alimenta la nebulosa de Al Qaeda. Pero el país sigue sentado sobre un polvorín, por la amenaza del radicalismo que surgió de sus escuelas coránicas y el descontento provocado por las contradicciones entre la avaricia de la familia real y las necesidades de la hacienda estatal. Quizá la siguiente generación de los Saud, a la que pertenece el embajador en EEUU, el príncipe Turki al Faisal , hacia quien se dirigirán ahora todos los focos, sí entienda la necesidad de un cambio.