Podría haber sido una campaña publicitaria, un reality show, un capítulo de alguna serie de ficción y sátira política, una acción artística, una distopía orwelliana, una noticia de pega, pero no, sorprendentemente (o no tanto) ha sido un hecho real (¡). Entre los candidatos a una alcaldía de distrito en Tokio han logrado colar a un androide, hacer campaña por él, y lograr que quedara casi en segundo lugar (le votaron más de cuatro mil vecinos).

Ignoro cómo hicieron para incluirlo como candidato -algún vacío legal, tal vez, junto a esa debilidad de los japoneses por la robótica-, pero eso da igual. Lo relevante es que mucha gente optó por votar al androide. Los argumentos de la campaña de Michihito Matsuda (así se llama el sujeto) eran, desde luego, convincentes: un robot puede hacer lo mismo que un político, pero con más eficacia y menos riesgo de que se corrompa (carece de estómago, de sexo, de familiares que enchufar, de vanidad que halagar...). ¿No es, por tanto, perfecto?

Lo sería si detrás de este extravagante ejercicio de cinismo no hubiese mucho de desesperación y, por lo mismo, de esperanza ciega. Desesperación de que la política pueda entenderse aún como una actividad al servicio de fines nobles y elevados (esos que jamás podría establecer un robot). Y esperanza ciega en que la ciencia y la tecnología nos resuelvan la papeleta reduciendo los dilemas de la convivencia a lo que decidan los algoritmos de una máquina.

La desesperanza con respecto a la vida pública y la apuesta por una salida tecnocrática no es, sin embargo, algo nuevo. En esa antigua modernidad que fue la Grecia clásica también se denostaba la democracia como un régimen corrompido por el relativismo de los valores y las luchas de poder, y se proponían atrevidas utopías tecnocráticas, como la de Platón y su gobierno de filósofos. Pero esas utopías eran diferentes: no pretendían negar lo político mismo. Los gobernantes de la República platónica eran expertos, sí, pero en justicia (no simplemente en estadística o economía), presumían de conocer los verdaderos fines humanos y, así, de poder conducir y ordenar la sociedad en torno a ellos.

La modernidad acabó con este tipo de utopismo. Decidió que los fines humanos no eran cognoscibles (sino asunto subjetivo), por lo que la esfera de lo político se redujo a la gestión -mínima- de los medios y a la contención del conflicto. Este adelgazamiento de lo político ha generado una utopía tecnocrática propia, tan siniestra como ingenua: la de la «política apolítica», que es la que representan el androide japonés y quienes le han votado.

La creencia fundamental de esta moderna utopía «liberal-tecnocrática» es que lo político se deja reducir a una gestión mínima, técnica y aséptica de los medios sin tener que meterse en el berenjenal ético-político de los fines. Pero esta crencia es infundada. No hay gestión de los medios que no suponga objetivos políticos (que la gestión sea «mínima» es ya, de hecho, una decisión política de «maximos»). El robot Michihito estaba programado para aplicar ciertas leyes y no otras, y esa eleccion -política- es previa a toda programación. No existe, en fin, la política apolítica, aunque en un alarde de astucia se nos quiera convencer de que sí, de que es posible dejar las decisiones a expertos -o robots- y sacarlas, así, del ámbito del debate público. ¿Cómo vas a discutir lo que dictamina un técnico o un programa informático?

Esta ilusión de lo apolítico es, por cierto, no más que un caso del mitema «tóxico» («tóxico» es como se llama a lo «malo» en la neo-tecno-lengua) de que la ciencia y la técnica pueden librarnos del embrollo de pensar y decidir acerca de lo bueno y lo justo. Si cada vez más gente confía la solución de sus problemas personales (es decir: morales) al psicólogo, o la educación de sus hijos al pedagogo (o al «neuropedagogo»), ¿por qué no van a delegar, también, las decisiones políticas en un experto (o un robot)?

Tal vez muchos prefieran pervivir en esta suerte de minoría de edad, gobernados por androides y como androides. Tal vez sea hasta «sano». Pero «bueno», lo que se dice (o decía) «bueno», no lo es.

*Profesor de Filosofía.