Confieso públicamente que fueron las peores horas de mi vida, las más angustiosas. No sé cómo, y eso que no lo había movido de casa, perdí mi teléfono móvil, que se había volatilizado, por mucho que lo buscase y lo buscase. Ya aparecerá, me decía, pero no. El viejo truco de llamar desde otro no funcionó porque no le quedaba batería. Cachis.

Por un momento vi todo mi funcionamiento vital resquebrajarse sin remedio: mis contactos conseguidos después de años y años, mis fotos (las familiares, eh), los Whatsapp comprometedores para utilizarlos contra alguien algún día, mis puntos conseguidos en aquel juego que me bajé aquella vez (aunque ahora lo tenga abandonado)...

Mi teléfono, mi teléfono, mi teléfono. Sentí que no lo había apreciado lo suficiente cuando lo tuve conmigo, un poco como cuando estás enfermo y te acuerdas de lo guay que es estar sano. Me imaginé arrastrándome por las tiendas de las operadoras mendigando otro terminal y pidiendo que me hicieran una nueva tarjeta SIM, que desde luego empezaría de cero, sin todo lo que contenía la otra.

Llegó el momento de salir y el maldito cacharro no aparecía. Juraría que lo había puesto aquí encima, pero no, no estaba. ¿Tiene acaso piernas y se ha ido él solito de vuelta al reino de los móviles, allí donde conviven en buena cobertura los de todas las generaciones, desde el de Gordon Gekko al último iPhone, la raza aria de los teléfonos?

No me quedó más remedio que pisar la calle así, incomunicado y con sensación de desnudez. Seguro que me perdía llamadas y mensajes importantes. ¿Y cómo contaría la distancia recorrida? ¿Cómo fotografiaría algún notición?

Regresé lo antes posible. Y de repente vi la luz. Cogí el palo de la escoba y lo arrastré debajo del sofá. Allí estaba el bribón. La felicidad volvió a mi vida. Nunca más volveremos a separarnos