Para entender el todo, necesitamos conocer las partes. Un nuevo encaje autonómico solo podría hacerse si tenemos todas las piezas individualizadas y determinadas. Si ello no es así, las propuestas de reformar la Constitución pueden resultar tan vagas como estériles.

En cualquier caso, esta solución no va a calmar las aspiraciones de los golpistas catalanes. A la actual incivilidad secesionista, utilizando el símil de la flecha en el aire, solo le queda subir o bajar; esto es, seguir adelante o caer. Lo que ya no es posible es dejar en suspenso el proceso, como tampoco es posible que la flecha se quede suspendida en el aire.

El Estado autonómico español es plenamente asimilable a un Estado federal. Incluso cumple exigencias de Estado confederal, ya que regímenes fiscales como los del País Vasco y Navarra no caben en ningún Estado federal, que se caracteriza por la igualdad jurídica de ciudadanos y territorios. La calificación de Estado autonómico se debió al intento de soslayar el adjetivo federal, que en la Transición resultaba totalmente tabú. Primero, porque se asociaba a los modelos republicanos y, en segundo lugar, porque esa expresión también pugnaba con la idea de unidad nacional que exigían las fuerzas políticas más conservadores.

No existe ningún país con una constitución monolítica ni inmutable en lo atinente a la estructura territorial. Incluso los estados tradicionalmente más jacobinos (caso de Francia) han comenzado a realizar reformas descentralizadoras. De ahí que, cuando la convivencia nacional se agrieta, se imponga el reto de buscar fórmulas novedosas que ayuden a superar el problema de la organización territorial. En nuestro caso, equivale a saber articular satisfactoriamente el todo y las partes o, lo que es lo mismo, alcanzar una unidad solidaria con salvaguarda de la diversidad.

Nuestra Constitución, que fundamenta el Estado en la indisoluble unidad de la nación española, no prevé hipotéticas vías de independencia para las comunidades autónomas que lo integran. Con el ordenamiento actual es, pues, impensable esta solución para el problema. Se impone, por ende, una acción política en la que, con criterios estrictamente prácticos, tendríamos dos opciones. Una, apostar por la unidad e intentar hacer ver que la alternativa secesionista perjudicaría al todo y a las partes. En este caso el Estado deberá defenderse sin complejos con todos sus poderes legítimos salvaguardando el orden constitucional vigente. La segunda, más audaz y peligrosa y que necesitaría una reforma constitucional, consistiría en asumir que no puede obviarse el derecho de autodeterminación cuando es exigido razonable y mayoritariamente por una parte de su población. Esta alternativa precisaría encauzar democráticamente cualquier hipotético proceso de independencia que surgiera.

Sin embargo, conviene dejar claro que en el juego democrático no son aceptables ni el chantaje de la secesión unilateral ni la concesión, para complacer, de privilegios a territorios (asimetría federal), soluciones que negarían la esencia de cualquier Estado democrático.

La insurrección está en marcha. Es hora de que las fuerzas políticas asuman su responsabilidad y defiendan el modelo de Estado que mayoritariamente quiera el conjunto del pueblo español. Ante un desafío ilegítimo, se impone actuar con serenidad, pero con firmeza, a fin de proteger adecuadamente los intereses del todo frente a la parte.