Mientras el mundo se pregunta si Lula tendrá margen para una política de izquierdas, el flamante presidente de Brasil encarrila a ritmo vertiginoso un programa que es, sencillamente, inaplazable. Terminar con el hambre, que desayune, coma y cene el tercio de brasileños que ahora no lo puede hacer. Le acecha el peligro de confundir la política social con la beneficencia, de caer en un onegeísmo bienintencionado pero sin porvenir. Pero su decisión de legalizar los títulos de propiedad de las favelas --mucho más relevante que la de aplazar la compra de 12 aviones de combate-- es prometedora y puede ser eficaz. Según la ley, hay que disponer de un domicilio conocido. El pequeño lujo de una dirección postal es necesario para obtener un contrato de trabajo o un microcrédito: la legalización masiva de las infraviviendas proveerá a la gente de papeles. Una primera revolución. Se añade a estas iniciativas otra de calado: los jóvenes que dejen el trapicheo de drogas tendrán acceso a programas específicos de formación e inserción social. El tono es de cambio, de innovación, de entusiasmo incluso: el que suscitó entre la mayoría social la esperada y merecida elección del presidente. Suerte, Lula.