Como otros cientos de cacereños con el sambenito de la hipercolesterolemia, frecuento la Ronda Norte y el cercano Olivar Chico de los Frailes. Entre paseos y carreras, me estoy encontrando con enorme frecuencia huellas de un vandalismo persistente: bancos de hierro forjado partidos por la mitad, arrancados más de veinte árboles recién plantados, papeleras de hierro arrancadas de su base, etcétera.Esto coincide con la celebración del botellón en esa misma zona, y digo esto pues como transito en distintos días y horarios, veo desde el ir de los jóvenes con bolsas de bebidas hasta sus restos posteriores: vómitos, botellas de cristal estrelladas contra el pavimento, las mesas del Olivar Chico hechas una pena, etcétera. ¿Qué hacemos los transeúntes fastidiarnos? Claro, sería fácil echarle la culpa al ayuntamiento, que alguna tendrá. Pero ¿por qué sienten satisfacción algunos jóvenes al superar su límite de tolerancia al alcohol y destrozar el mobiliario público? Esta pregunta se la deberían plantear los padres de las criaturas, o debería decir alimañas. Con este tipo de actitudes son segura carne de psiquiatra o de secta autodestructiva japonesa. Creo que el balón está en el tejado de los padres, responsables últimos de sus hijos, y en menor medida en el del ayuntamiento.JUAN MANUEL ALONSO. Cáceres