Lo peor que puede suceder con la disparidad de diagnósticos que ha seguido al vertido venenoso de Hungría es que, al final, la arboleda de datos contradictorios oculte el bosque de riesgos que eventualmente deberá afrontar la población. Algunas decisiones se están tomando con lentitud, y aunque se está levantando un dique para evitar una nueva riada tóxica, y el primer ministro húngaro anunció ayer el arresto del director de la empresa y su posible nacionalización, nadie hasta la fecha ha explicado, sin tapujos y sin exageraciones, cómo puede afectar el desastre al ciclo del agua, a la contaminación de los alimentos, al agostamiento de los cultivos y a la supervivencia del ganado. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que la población húngara ha de hacer frente a un vertido abrasivo -al menos en un primer momento-- y que muchos ciudadanos que viven en los aledaños de la balsa deberán mudar de domicilio.

Como en tantos otros sucesos que entrañan riesgos ciertos para habitantes de la Unión Europea, se echa en falta en este caso la existencia de una autoridad independiente, con atribuciones supraeuropeas y capacidad para informar a la población y auxiliar a las autoridades locales. En su ausencia, la confusión parece destinada a enturbiar la magnitud de la catástrofe para preservar los intereses económicos y políticos que están en juego. Es suficiente con rememorar las consecuencias que tuvo en 1998 el vertido de Aznalcóllar (Sevilla) para temer que a orillas del Danubio se repitan la confusión y desorientación de aquellos días.