Dramaturgo

Virutas de húmeda madera que esparcían su olor por las callejas pregonando sótanos y altillos indefinibles. Virutas para proteger el belén de barro y las zambombas de Salvatierra. Virutas de madera olorosa que mezclaban su olor con el de los juguetes de las Tres Campanas porque eran el relleno de esas Navidades escasas pero, tal vez, felices en mi memoria. Virutas haciendo el camino de los Magos en ese belén que tenía un arroyo de espejos rotos y una arboleda de tomillo y romero.

Eran Navidades escasas, necesitadas de relleno como los pechos de alguna petarda actual. Las virutas olían porque aún no se había reciclado el papel sepia de El Caso o el Dígame y las revistas del corazón ocupaban más páginas para las recetas de las magdalenas que para las vísceras de las magdalenas (con o sin arrepentimiento).

Las virutas se guardaban en los sótanos húmedos porque aún Rafael Ortega no había metido el universo monárquico de la galaxia Letizia en su barro genial y no necesitaba de su olor a madera generosa. Tampoco lo necesita ahora el alfarero porque los palacios actuales huelen a ventanas abiertas y a Chanel (dicen que en Versalles podían encontrarse cagaditas reales detrás de las cortinas) y los regalos principescos llegan por mensajería.

Eran Navidades de paz (aunque esa paz fuera mordaza en ocasiones, importada directamente de los cementerios) y de ese amor que nos invade cuando crepitan en el hogar las ramas olorosas de la nostalgia. Eran Navidades blancas (y sin blanca en muchos hogares) como la nieve artificial que acabó por quitarle el puesto a las virutas vegetales y olorosas y contaminar el arroyo del belén.