Periodista

Es domingo. Anochece. Tres matrimonios pasean. Delante van las tres esposas hablando de lo pesadas que son las suegras y lo lagartas que son las cuñadas. Detrás vienen los maridos discutiendo sobre rotondas. La escena podría suceder en cualquier ciudad española. ¡Pero atención: las señoras llevan en la mano un paquete con 30 churros gordos! Entonces ya no hay duda: estamos en Cáceres, la ciudad donde el churro es una referencia, un motivo de orgullo, una causa de disputa. En Madrid uno tiene su casa por Cibeles y en Salamanca, por la Alamedilla, pero en Cáceres se vive junto a La Porra o por el Ruiz.

En las tertulias domingueras cacereñas se discute porque la cuñada, que ya quedó claro que es una lagarta, defiende que los mejores churros son los del final de la Ronda del Carmen. Que nadie les discuta a los cazadores que cada domingo desayunan sus buenas porras calentitas en el bar El Paso de San Blas, que los churros que trae Paco todas las mañanas desde su churrería de San Francisco no son los mejores de Cáceres. Y los barrios recientes como Nuevo Cáceres no tendrán supermercado, pero han tenido hasta tres churrerías.

Esta entronización del churro no es cosa sólo de la capital. En realidad, la provincia entera es una gran churrería. En Arroyo y en Casar, en Ceclavín y en Montánchez, hay churros para todos y cada mañana, antes de salir el sol, un aroma de aceite impregna calles y plazuelas anunciando mejor que mil eslóganes que está usted en la provincia de Cáceres.

Esta idolatría churrera es lógica y sabia porque el churro lo tiene todo: es barato, es sabroso, da energía y encima, te lleva a la infancia de un bocado. Por si esto fuera poco, la churrería es el mentidero madrugador de aldeas, villas y ciudades cacereñas. Allí, antes de que salga el sol, se conocen de primera mano las últimas fechorías de amantes, liantes, tunantes y farsantes.

Escribía Anthelme Brillat-Savarin: "Dime lo que comes y te diré lo que eres". Y tenía razón porque a pesar de que la autonomía y la unión universitaria, eclesiástica y militar han juntado más que nunca las provincias de Cáceres y Badajoz, hay un punto en el que las diferencias siguen vivas. Pero no es esa simplicidad de que los de Badajoz son más andaluces y echados hacia adelante y los de Cáceres, más castellanos y reservados. No, la verdadera diferencia está en el churro. En Badajoz, el símbolo del desayuno es la manteca colorada o cachuela y eso marca. En Cáceres nos parece imposible tamaña desmesura gastronómica y preferimos la filigrana de ese cilindro de agua, harina y sal que hay que saber mezclar, amasar y freír. La cachuela es evidente, rotunda y aplastante... Como Ibarra, como Celdrán, como Cañada. El churro es más sutil, más comedido, menos potente... Como Saponi, como Floriano, como Elia, la alcaldesa de Plasencia.

Me gusta el proyecto en común de Extremadura, pero también me gusta la diferencia. El mundo se globaliza, pero los ingleses siguen desayunando huevos revueltos y los franceses, cruasanes.

Extremadura, una, sí señor, pero ¡viva el churro!