THtace unos años participé en un coloquio sobre la violencia y una psicóloga con la que compartía mesa nos explicó una curiosa anécdota. En la sala de espera de su consulta estaba una madre con su hijo pequeño, un torbellino incapaz de permanecer quieto ni un instante, y al que se le había escapado la mano con otros niños que estaban en aquel lugar. La madre, con toda su buena intención, le reprendía con unas suaves palmaditas en las manos al tiempo que decía de viva voz que los niños no debían pegar. La psicóloga nos contaba que en aquel mismo instante el niño recibía dos mensajes contradictorios: el primero se trasmitía oralmente, volátil como todas las palabras. El segundo de los mensajes era el propio ejemplo de la madre, que legitimaba con la realidad de sus acciones aquello mismo que pretendía corregir. Hoy ya no se llevan las vidas de santos y el género hagiográfico está en desuso. Ni siquiera en las avalanchas de fascículos se ven reediciones de vidas ejemplares que nos sirvan de modelo. En cambio, se extienden los casos de quienes ostentan altas responsabilidades, predican una cosa y hacen la contraria. No es difícil encontrar a médicos que desaconsejan fumar con un cigarrillo entre los dedos, guardianes de las libertades que espían en sus ratos libres a sus compañeros de partido, e incluso responsables policiales, de los que publicaban folletos para que circuláramos correctamente por las rotondas, optando por el camino más corto entre dos puntos. Ahí no deberíamos ser iguales, porque hay cargos a los que hay que exigir una escrupulosa vida ejemplar más allá de las palabras.