Jueita Ahmed-Salem tiene 14 años y un mundo en la mirada. Sus enormes ojos negros sonríen cuando cuenta que le encantan las matemáticas, que le hagan fotos y la comida, pero se entristecen en apenas un segundo al quedarse callada. Con timidez, explica que en su hogar de acogida se siente muy bien, que tenía ganas de venir… y a la vez, poco a poco, va descubriendo algunos recuerdos de una dura infancia. Por ejemplo, que con apenas 10 años vio cómo una de sus amigas de su misma edad saltaba por los aires al pisar una mina por error. No fue la única. «Otras veces solo escuché el ruido. Cuando ocurre, siempre piensas: ¿habrá sido una persona o un animal?», expresa en un español en el que ya sabe desenvolverse con soltura. También habla con las manos.

Jueita fue una niña saharaui que vino a Extremadura cuatro veranos seguidos con el programa Vacaciones en paz. La primera vez estuvo mucho tiempo enfadada y prometió no volver jamás. Se caía de la cama al darse la vuelta (acostumbrada a dormir en el suelo) y no soportaba el olor de su nueva casa. «Era muy diferente y me hacía sentirme mal».

También le apenaba pensar en cómo estaría su madre, a la que había dejado en las campamentos de refugiados de Tindouf, en territorio argelino (donde, a partir de 1975, se asentaron familias que huyeron cuando España decidió abandonar su provincia del Sáhara Occidental y Marruecos inició la ocupación y la represión).

Pero Jueita no venía de esta parte del desierto, ella se había ido con su abuela a los llamados territorios liberados (bajo administración del Frente Polisario, que pelea por la independencia), a unos 300 kilómetros, donde la vida es aún más compleja. Y donde el suelo está plagado de minas.

DE VUELTA A SU OTRA CASA

Ahora, tras aquellos veranos, vuelve a vivir en Mérida con su familia extremeña. Manuela Santiago Casablanca y Francisco Gómez Mejías (ella trabaja como secretaria, él está jubilado por enfermedad) son sus padres de acogida. También tiene un hermano, Hugo, de 15 años. «Al que graba bailando con el móvil sin que él se dé cuenta», comenta con humor Manuela.

Vacaciones en Paz acaba para los niños saharauis a los 12 años. Pero desde 2016 en Extremadura ya funciona otro proyecto que les permite seguir siendo acogidos. Se llama Madrasa (en árabe significa escuela) y el objetivo es que puedan estudiar aquí su curso escolar y en verano volver a los campamentos. Justo al revés. En Extremadura hay actualmente 20 menores en este programa.

Como Jueita, que va a clase de 1º de ESO en el instituto Emérita Augusta, donde acuden también niños sirios refugiados. «Sus profesores ponen mucho empeño en que aprenda», destaca Francisco.

LA VIDA DE OTRO MODO

Ella dice que le gustan sus compañeros, pero echa de menos a su familia. Con su abuela solo puede hablar una vez a la semana, cuando allí hay conexión a internet.

«Si quiere se puede venir todos los años hasta que termine Bachillerato», asegura Manuela, quien tiene claro que, desde que son un matrimonio de acogida, la vida ya es de otra manera. Pero siempre compensa. «Es muy buena, nunca pide nada. Y dura. Solo la he visto llorar una vez, cuando fuimos a la playa y se perdió una de sus amigas».

Francisco recuerda que uno de los momentos más complicados del primer verano fue cuando tenían que llevarla al médico; la pequeña se resistió todo lo que pudo. Jueita sonríe. Ahora, cuando le preguntan qué quiere ser de mayor, responde: «Doctora». Quizás estudie la carrera de Medicina en Badajoz.

Meila Brahim, en un aula del colegio Santa Engracia de Badajoz.

De ser así, seguiría los pasos de Meila Brahim, que ahora tiene 23 años y ya hace las prácticas de Magisterio en el colegio Santa Engracia de Badajoz. Meila también es saharaui y de niña fue acogida varios veranos en Extremadura. «Yo creo que he tenido muchísima suerte», resume.

En su época no existía el programa Madrasa, pero cuando se le acabaron los veranos, su familia extremeña hizo los trámites para arreglar papeles y pasaporte y traérsela de nuevo. Así, pudo estudiar en Badajoz la Secundaria, el Bachillerato y la carrera. «Ahora me quiero presentar a las oposiciones, pero tengo que esperar a tener la nacionalidad española, todavía no puedo», explica.

Cuando echa la vista atrás y se para a pensar, Meila no puede evitar sentirse culpable: «Yo estoy bien aquí y ellos no. Por eso hago todo lo posible para que puedan venir el máximo de niños. Porque sé la oportunidad que supone». Ahora pertenece a la asociación de Amigos del Pueblo Saharaui y da charlas en colegios e institutos. «Con la crisis hay menos acogida».

A 50 GRADOS

Meila pasa los veranos en Tindouf (el calor llega a los 50 grados), donde vive su familia. «Por duro que sea, significa volver a casa, con tu gente, y te sientes muy feliz». Además, defiende: «Creo que es una de las sociedades más completas, se vive mucho en comunidad. Recuerdo eso con gran cariño, el hecho de que el vecino comparte todo lo que tiene, que vamos todos a una. Muchas veces me planteo que aquí tengo muchas cosas pero me falta ese sentimiento de estar en comunidad».

Esta joven también habla de injusticia: «Me resulta muy violento que España no reconozca el Sáhara como país. Mi abuelo tiene papeles españoles... No interesa el tema porque hay muchos beneficios con Marruecos», subraya. Pero quiere dejar claro que se refiere al Gobierno, a la política. Porque en cuanto a ayuda humanitaria, «España es el más implicado, sin él no podríamos vivir».

Al fin y al cabo, proyectos como Vacaciones en Paz o Madrasa no dejan de ser una compensación por el abandono, a su suerte, de la que fue colonia española. En el Sáhara Occidental, incluidos los territorios liberados, y en los campamentos de Tindouf sigue habiendo continuas violaciones de los derechos humanos.

«Estamos en el siglo XXI, no hay colonias ya de ningún país y nosotros seguimos bajo la presión de Marruecos», denuncia Mayahub Gadi Mohamed, que está a punto de cumplir 20 años. Con nueve empezó a venir cada verano a Badajoz y sus padres de acogida se las averiguaron, igualmente, para que se quedara a estudiar. Ahora cursa en Mérida un grado superior de FP de Comercio Internacional.

AGRADECIMIENTO

Mahayub reflexiona: «Cuando eres niño realmente no te das cuenta, pero cuando creces agradeces mucho la oportunidad que te han dado. Porque no es lo mismo estudiar aquí que allí».

De su primer verano en Badajoz recuerda que cuando vio a su padre de acogida se asustó bastante: «Mide 1,90 y yo nunca había visto a nadie tan alto», expresa con un marcado acento pacense.

Piensa en el futuro y no sabe si alguna vez volverá a casa: «Yo siempre digo que tengo dos familias, y estoy muy bien en los dos sitios. Pero conozco a personas que se han marchado porque no soportaban estar aquí». Él, de momento, es consciente de que al menos puede elegir.

Desde la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui lanzan un mensaje claro: se necesitan más familias de acogida para que haya más historias como la de Jueita, Meila y Mahayub. Para ellos se abrió una puerta.