TEtn aquel 1976, los niños de 10-11 años ya éramos víctimas del bipartidismo : O te apuntabas a la OJE o a los Boy Scouts. O eras un flecha, marcabas paso y salías en las procesiones... o jugabas a explorador, llevabas flor de lis en la gorra y parecías menos hombre que los rivales de la Falange en miniatura. Quienes optamos por la tercera vía pudimos alistarnos al Movimiento Junior de Acción Católica. En el escenario de un cambio de régimen político, 40 chavales sin aspiraciones, ni intenciones, de acudir al seminario (las chicas, ni olerlas) nos aventurábamos en la primera experiencia fuera de casa. Un campamento de verano.

En la frondosa comarca de la Vera, junto a la garganta de Cuartos, próximos a Losar, cobijados en tiendas de campaña con calor infernal de dia y fresco nocturno, compartíamos canciones, juegos, baños, despertares al sexo y carreras de barcos simulados con pequeños troncos sobre las serpenteantes aguas de los canales de riego. Al atardecer, el rebaño de cabras que regresaba de los pastos de montaña desprendía polvo seco de los caminos y olor a queso.

Entre los monitores al cargo de cada grupo, Pili, una veinteañera alta, algo desgarbada, con incisivos prominentes, pelo rizado y sonrisa en ristre se movía entre el cariño de sus gestos, la diligencia de sus responsabilidades y la claridad de su mirada. En plena siesta, la espiábamos por la ventana de la cocina, con ingenuas expectativas de respuesta a las curiosas ojeadas de pueriles voyeurs en que nos convertíamos a esa hora. En pantalón corto y parte superior de bikini, Pili paseaba un cuerpo lozano y llamativo a nuestras inocentes y furtivas intenciones. ¿Se enamoraría de alguno de nosotros?. Evidentemente, no.

Tras 28 años sin saber nada de ella, una semana antes de Navidad, conecto un Telediario y allí, tras una mesa, enlutada, una mujer camino de los cincuenta, rostro cruzado por la tragedia, atravesada por el dolor, rabia apenas contenida, dignidad por arrobas y serenidad crítica, lanzaba sus preguntas a los comisionados: ¿Por qué? ¿De qué se reían, señorías? ¿Por qué gritaban? ¿Qué jaleaban? Privada de un hijo de 20 años por el fanatismo de los trenes de la muerte del 11-M y con otro más pequeño que la anima a seguir viviendo, era Pili, Pilar Manjón, placentina como yo, presidenta de la Asociación de Víctimas del dia más negro de nuestros tiempos. La llamada a las conciencias de políticos y ciudadanos. La que reclama respeto a las televisiones un año después, responsabilidades a depurar y término de las disputas partidistas entre quienes dicen representarnos. La que sacude los cimientos de prensa y clase política, las patas intocables de nuestra democracia, desacreditadas por el prolongado y desorientado epílogo a la catástrofe.

Mientras a unos les preocupa el por qué pierden su crédito, a ella sólo le angustia el por qué ha perdido a su hijo.

Una paisana guiada por la vida a un cruel destino. Y después vapuleada por acusaciones y calumnias. Acaba de recibir un premio en Barcelona y verse obligada a suspender un concierto de solidaridad por un "quítame allá esos silbidos". No entiende por qué se cierra la trama asturiana de los explosivos. A estas alturas ya no entiende casi nada. En el epicentro de la sinrazón política, señalada por su condición sindicalista, nadie ve en ella a la madre desgarrada, el altavoz de lo que pensamos y no decimos, la mujer del año, la que sacó los colores a peperos compungidos por perder el sillón, socialistas sorprendidos por ganarlo, peneuvistas atónitos y demás maquilladores de una comisión travestida en ring barriobajero. Pero yo, uno de aquellos niños del 76, para quienes Pili, la chica del campamento era un icono inalcanzable, tengo derecho, y lo ejerzo, a seguirla viendo como un ejemplo entre tanto interés material, tanta falsedad, tanta hipocresía y tanta memoria selectiva. 30 años después, aún vista con los ojos resabiados del adulto, ahí sigues Pili, en mi pedestal. Te admiro.