Se han visto mejores caídas de dictadores. No esperábamos ver morir a Sadam en defensa de la independencia de su país, pero es que ni siquiera dio la cara intentando salvar su poder personal. El día del desplome de su régimen tuvo el deshonor de ser el gran ausente. Quizás huyó hace días o esté muerto, pronto lo sabremos. Pero esta encarnación del Mal Absoluto pasa a la historia como un cobarde y como un hortera que utilizaba retretes con incrustaciones doradas, la revelación frívola del momento de su caída.

Tampoco maravillaron los iraquís. En el ritual de derribar estatuas cuando se hunde un tirano esta vez parecía haber más deseo de cumplir el guión que entusiasmo, aunque luego se fueron animando. Le debían tener aún tanto miedo al saliente como a los muy bombardeadores entrantes. Y saben que les espera una etapa de Administración neocolonial extranjera con tantos consejeros delegados merodeando su petróleo como militares garantizando que puedan hacerlo.

Enfrente, tampoco había grandiosidad en los soldados americanos, que se encontraron de pronto sin enemigos por delante. Con su superioridad tecnológica y el aplastamiento previo desde el aire de toda la capacidad defensiva ajena, la toma de Bagdad no tuvo ribetes de hazaña. Y es que esos soldados han ganado una guerra ilegal matando en proporción a muchos más civiles que a soldados enemigos. Han derribado a Sadam a un precio tan excesivo en sangre inocente que su triunfo, y el de los políticos que les empujaron a combatir, carece del menor rastro de gloria.

Periodista.