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patio de butacas

Héroes

Álvaro Serrano nació en el año veinte y nueve, el cuarto de nueve hermanos. Durante su niñez y su primera juventud, siempre hubo problemas para llenar el puchero, y vivieron los años de postguerra con muchas dificultades, haciendo de las peladuras de patatas uno de sus alimentos recurrentes. En 1960, gracias al acuerdo entre los gobiernos francés y español, consiguió un contrato para trabajar como albañil en el París cosmopolita de la época. Álvaro dejó en el pueblo a su mujer y a su hija recién nacida y se embarcó en un viaje interminable dentro de un tren inclasificable que le depositó en la capital francesa al cabo de no sé cuántas horas, sin conocer ni una sola palabra de francés.

Allí comenzó a trabajar en la construcción de “batimanes”, como él mismo solía afirmar, y en dos años, consiguió llevar a su familia, ya por fin con cierta perspectiva laboral; allí, en el París del cine y de la literatura, en la ciudad de la luz, Álvaro y su mujer sacaron a sus tres hijos adelante, los dos pequeños ya nacidos en Francia, él como “maçon califié” y ella fregando casas y escaleras; allí, en la Francia laica y republicana de De Gaulle, Pompidou y Giscard, educaron a sus hijos, aprendieron a chapurrear el idioma y llenaron de risas y de ilusiones su luminoso apartamento de la Rue des Amandiers, en el que el viernes de cuaresma se seguía comiendo potaje y tortilla de patatas, cayera quien cayera. Durante esos años, Álvaro se manejó con el Ricard y la Tiercé, con los interminables paseos por la ciudad, con los amigos de la casa de España y con las largas conversaciones en el salón de su casa.

Todos los veranos de su vida regresó a su pueblo, haciendo gala de su irreductible sentido del humor, tan inteligente, tan suyo; y a poquito que la economía y sus ahorros se lo permitieron, se construyó una casa nueva. Cuando los hijos crecieron y encauzaron sus vidas, Álvaro alargó las estancias en el pueblo, y cuando murió su mujer, su compañera, se asentó definitivamente. Desde ayer, descansa en el cementerio de su pueblo y el mío, cerrando el círculo de la vida en el punto de partida. No sé qué pensará usted, pero yo creo que es un héroe, como todos los que, en aquellos años, emigraron buscando una vida digna en un mundo sin fronteras ni muros. ¡Descanse en paz!

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