Todos están sentados en una mesa alargada en el restaurante Plata Domínguez de Antonio Hurtado. Son mujeres, salvo el más pequeño, Leonid. Es la hora del almuerzo. En el plato hay arroz, albóndigas y bonito. Comen rápido, menos Valeria, que es la que más respuestas ha contestado en el traductor de su teléfono móvil. En el local se escucha la radio de sonido de fondo. El locutor habla de la guerra de Ucrania. Es la nación de los comensales, donde estaban hace menos de un mes. Ahora residen en Cáceres, a casi 4.000 kilómetros de sus hogares en el este de Europa.

Son Valeria (42 años) y sus hijos Camila (23) y Leonid (12); Natalia (46) y su hija Valeria (16); y Oxana (27), Tatiana (27), Nadia (59) y Vita (31), que han venido sin sus familias y están juntas porque son de la misma comunidad religiosa. Todas contestan a la pregunta de cómo salieron de su país y a quién han dejado allí. Nadia, la mayor, es la última. Ya no es necesario hacer la pregunta de tanto haberla escuchado, tiene la respuesta escrita en el móvil: «Tengo cuatro hijos que se han quedado allí, me dijeron ‘vete al extranjero, estaremos más tranquilos’. Los extraño. Muchas gracias por su atención. ¡Le pido a Dios que termine la guerra y pueda regresar a Ucrania!».

La más seria es Valeria, no sonríe, ni en el hotel ni luego durante la comida. Solo lo ha hecho al despedirse en el restaurante. Tenía su trabajo y su vida en Fastiv, una población próxima a Kiev. «Nuestra ciudad escapó de los bombardeos, pero temiendo por la vida de los niños decidí, con gran dolor en mi corazón, abandonar mi país». 

Su hija Camila es la más expresiva del grupo. Estudiaba lengua inglesa y francesa en la Universidad de Kiev. Ahora quiere aprender español. No sabe cuándo volverá a su casa ni si lo hará alguna vez porque, entre otras cosas, desconoce si cuando lo haga la encontrará en pie; además, si Rusia ganase la guerra, no querría volver para «tener que vivir en un país sometido».

Valeria es la más tranquila, con paciencia dialoga con su madre para consensuar las respuestas. En Yitomir, su ciudad, dejaron a su hermano de 21 años, «porque los hombres mayores de 18 años se quedan allí», explica. Hablan con él todos los días. Le hubiese gustado irse con ellas. Su seguridad es lo que más les preocupa porque cuando salieron de su ciudad la guerra ya estaba allí.

Vita y Tatiana unieron sus destinos cuando decidieron marcharse de Chernigov para ayudar a una madre y a sus diez hijos a llegar hasta Cáceres. Tatiana es enfermera y Vita trabajaba con los niños de la comunidad religiosa a la que pertenecen ambas. Han dejado a sus familias en Ucrania. La primera a cuatro hermanos y la segunda a ocho. Vita está algo más tranquila, la guerra no ha llegado a su región, Rivne, y su familia «vive en un pueblo pequeño que está tranquilo». Lo que más echa de menos Tatiana es también a su familia, «siguen vivos, residen en la región de Rivne, que está más tranquila que Chernigov».

La más sonriente es Oxana, en su país era ayudante de cocina. Pero la sonrisa desaparece de su cara cuando cuenta que dejó todo lo que tenía y que no sabe si volverá a su ciudad porque «muchos edificios fueron destruidos». Extraña a sus dos hermanos y a su hermana, que se quedaron en su país. Ahora tiene otra familia, la de los refugiados que viven con ella en el hotel Neptuno y con los que todos los días acude a comer y cenar al restaurante de Antonio Hurtado.     

Ciudades de procedencia de las refugiadas y distancia con Cáceres. PEPE BERMEJO

Los nueve están en la ciudad gracias a la familia Cáceres Pajuelo, que fueron sus anfitriones en los primeros días. Lo que en principio iba a ser acoger a una familia de once miembros (una madre y sus diez hijos) se convirtió en 27 niños y mujeres ucranianas que en poco más de una semana han ido pasando por su casa hasta que la asociación Accem, de apoyo a refugiados, les ha buscado otro alojamiento en hoteles de la ciudad.

Pese a que ya no residen en su casa, «seguimos implicados con ellos», apunta María Cáceres Pajuelo. Ayer mismo les acompañaron a una tienda de telefonía para comprarles tarjetas para seguir en contacto con sus familiares. Han corrido con los gastos de su estancia desde que llegaron a Cáceres. Han contado con ayudas de particulares y han creado una cuenta. Su número para colaborar es ES5221032696740030101652.

Ahora, entre lo más urgente que necesitan, una vez que ya tienen garantizado el alojamiento y la manutención, es ropa y calzado de primavera. La única ropa que traían las refugiadas es de invierno. El teléfono de contacto es 625046093.

En el restaurante, que colabora con Accem, ha terminado la hora de la comida. Todas se van levantando y amablemente se despiden. La mesa alargada se va quedando vacía. Tatiana es la última en marcharse. Me invita a irme con ella a seguir entrevistando a más refugiadas que a esa hora estarán en el hotel. Le digo que no, que me tengo que ir a comer a mi casa. Se despide con una última frase en el traductor del móvil: «Buen provecho».