Cáceres no para de decir adiós. Lo hace ahora entre el granizo, la lluvia y el sol abrasador de este febrero convulso de bochorno político mientras la pena nos atraviesa el corazón. Primero fue Juanvic, luego Pepe Rojo, después José Luis Caldera, más tarde José María Asenjo y esta semana el empresario Manuel Méndez Crespo. Con su marcha crece el obituario de grandes figuras que han hecho grande esta ciudad por su esfuerzo, dedicación y trabajo.
Manolo tenía 80 años, toda una vida dedicada al comercio, a la presidencia de la Asociación Obispo Galarza, desde la que luchó con ahínco por el sector al que tan dignamente representó. Hijo de militar, nació circunstancialmente en Tánger, en el seno de una familia de seis hermanos (además de él, Luis, Pepi, Dioni, Andrés e Isabel).
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Ya en Cáceres, comenzaron a vivir en Fuente Rocha. De la infancia a la juventud y su noviazgo con Amelia Celia Enrique, amor del que nacieron sus tres hijos: Medea, Luis Arturo y Carlos. Manolo fue un trabajador incansable. Empezó en José Luis Panadero, la tienda que durante tantos años compartió el monopolio del electrodoméstico con Leocadio. Luego se independizó, primero empleado en labores de ganadería junto a su padre y luego como agente comercial.
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En ese sector se inició vendiendo máquinas de escribir y posteriormente se especializó en el mercado de los muebles hasta que hace más de 40 años montó la Colchonería Cáceres en la calle San José, célebre donde las haya.
Fue representante de la Casa Pikolin, donde echó los dientes, y junto a Conejero, primero, y Macías, después, se convirtió en pionero de los colchones, cuando en la ciudad solo un grupo selecto los vendía, no como ahora, que el negocio ha ido perdiendo proximidad tras el desembarco de las grandes superficies y la venta por internet y todo se ha ido al carajo.
Manolo, de arrolladora personalidad, fue uno de esos cacereños incansables por su actividad. A las ocho de la mañana pisaba la calle y a partir de ahí, no paraba, porque era «un cabezota» a la ora de conseguir sus objetivos, como bien recuerdan sus hijos, rotos de dolor por la gran pérdida de su padre, ejemplo, espejo y faro.
Caballero de la Asociación Virgen de Guadalupe, Méndez fue un enamorado del automovilismo y la navegación, cuya embarcación cuidaba con mimo en el Club Tajomar, a cuyo fomento también estrechamente contribuyó.
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Vecino durante años de la calle Gómez Becerra y más tarde en Alfonso Díaz de Bustamante, su recuerdo imborrable deja un vacío difícil de suplir.
Y es que con Manolo Méndez se va un referente más de Cáceres, que tan buenos hijos ha dado. Luchadores, emprendedores, vitalistas. Gentes que hicieron ciudad y cuyo tesón se debería enmarcar en el más grande de los obituarios.