Hay tres campos culturales en los que España ha ido muriendo lentamente desde que en el 2008, hace ya cinco largos años, se empezara a dar noticia de la actual crisis económica. Cinco años de una gestión infructífera por parte de nuestros gobernantes y de los responsables culturales públicos, en los que los profesionales del cine, el teatro y la música nos hemos visto obligados a reinventarnos a todos los niveles, tanto los creativos como los de mera supervivencia laboral.

Desde sus primeros síntomas, aquel comienzo de crisis ya olía a holocausto cultural, pues el apoyo a la creatividad y las ayudas para fomentar ésta fueron lo primero que el gobierno central y los gobiernos autonómicos decidieron sacrificar como erróneo paliativo a lo previamente derrochado en otros campos sociales, tales como el inmobiliario, el turístico o el militar, por citar tres sectores reconocibles.

El gran problema de este sacrificio es más una cuestión de tristes intereses políticos que de necesidad social real, y pasa por el equivocado y equívoco carácter de simple ocio, recreo o pasatiempo que la cultura toma entre las prioridades de nuestros gobernantes, cuya mira no va más allá del pobre presente que vivimos, sin cuyo horizonte de progreso cultural, artístico y creativo, se empobrece aún mucho más.

A día de hoy, el IVA del 21% está significando la puntilla final para un sector de por sí mermado por un gran número de recortes y, lo que es peor, por su devaluación social a ojos de muchos ciudadanos, ante los que la cultura es poco menos que un lujo frente a necesidades más tangibles o negocios más provechosos a corto plazo, pues la rentabilidad de la cultura o el arte nunca fue certeramente tasable por la generación gestora, sino por las generaciones venideras, y eso es mucho pedir en una sociedad donde el trabajo, la educación, la salud y la vivienda se tambalean diariamente.

XEN SEPTIEMBREx de 2012, el impuesto de consumo de Cultura (con excepción del libro en papel) subió del 8% al 21%, pese a las protestas continuadas de creadores, promotores y productores, así como de un amplio sector del público y de los medios de comunicación, deudores indirectos del mismo. Sólo en algunos (pocos) casos, algunos valientes representantes políticos han manifestado su intención de promover la bajada de este impuesto. Entre ellos, parte de nuestro gobierno autonómico, con el señor Monago a la cabeza. Un intento de medida fallido y, de por sí, tan anómalo como heroico, a juzgar por la situación de nuestras arcas públicas, en el que se ha tachado de poco menos que de locos a sus defensores. Una actitud ejemplar, ya promovida en otros países europeos como Francia, Holanda o Bélgica, que hasta ahora, en España, no ha hecho más que suspirar a los interesados en el progreso de nuestra cultura, más digna aún, por resistente y autogestionada, que hace cinco años.

Sin ahondar en la repercusión negativa del IVA del 21% por sectores, me gustaría hablar específicamente de la música, que es el campo que mejor conozco y el más dañado en términos globales, pues sufre además otros muchos efectos peyorativos, como la piratería (España es el país del mundo con los índices más altos de piratería musical y cinematográfica), la reducción en la asistencia de público a los conciertos (ya de por sí acuciados por la bajada de los cachés y el precio de las entradas) y la pérdida de competitividad con respecto a las industrias musicales de otros países de América y Europa (no digamos ya de la música hecha en Extremadura con respecto a otras músicas más y mejor profesionalizadas en España, como las hechas en Madrid, Cataluña, Andalucía, País Vasco o Islas Canarias, por poner cinco ejemplos claros).

Así, según los últimos datos, ni las previsiones menos optimistas han acertado, pues la realidad las ha superado. Y cito algunos datos contrastados: reducción de más de un 40% de ingresos en taquilla, cierre del 30% de las empresas del sector musical, desaparición o disolución temporal de un 50% de los grupos de música profesionales y de un 70% de los grupos emergentes y, lo que es peor, destrucción de miles de empleos; no sólo de músicos, sino de técnicos y empresarios del sector.

XA TODOx esto hay que sumar: cierre de salas, cierre de estudios de grabación y cierre o reducción de plantillas en editoriales, discográficas y productoras de conciertos y festivales. Todo un exterminio, directo o indirecto, contra los muchos dañados estamentos de la malograda pirámide musical, donde apenas las capas superiores (las dos o tres multinacionales principales o los ocho o nueve artistas más vendidos) apenas logran mantener sus niveles de producción con respecto a los años anteriores a la crisis.

XEL 2013x parecía un año de recuperación paulatina, sin embargo, los datos del verano, que es la época del año más positiva en términos de actuaciones y producciones, han corroborado recientemente que la tendencia de los resultados se mantiene negativa, incluso empeorando en muchas comunidades autónomas, como es el caso de Extremadura. De no reconsiderarse de inmediato esta medida, habrá? un alto porcentaje de empresas musicales que no llegarán a la próxima temporada de verano, ni tan siquiera al final de año.

Un horizonte desolador para una industria que no solo aporta el 3,2% del Producto Interior Bruto, sino que representa históricamente el máximo prestigio de nuestra tradición creativa y cultural, tanto por su proyección internacional como por su reconocida excelencia con respecto a Marca España y a nombramientos tan importantes como el del Flamenco, por parte de la Unesco, como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

XCOMO CREADORx y usuario de cultura española, me niego a aceptar esta involución y este desarraigo cultural patente en nuestra sociedad más retrógrada; la misma que, funestamente, más uso de poder parece ejercer. Y aunque tiendo a pensar, como Albert Einstein , que en época de crisis económica se suele vivir una época paralela de auge creativo (siglos como el XVII y XVIII o años como los vividos tras el régimen franquista así lo demuestran en nuestro país), creo que estos cinco últimos años, si no sabemos reaccionar a tiempo como creadores y como sociedad en vías de progreso, pueden marcar gravemente nuestra potencial impronta cultural en el actual siglo XXI.

Cada día que escribo una canción, que subo a un escenario o que comparto mi música por internet, igual que miles de compañeros músicos, compositores e intérpretes, defiendo el idealismo de una sociedad donde la música y sus distintas expresiones sean entendidas y defendidas por todos como un derecho fundamental de hombres y mujeres libres: libres para decidir qué escuchar, qué cantar, qué bailar y qué legar musicalmente a las generaciones venideras. Con esa esperanza escribo estas líneas. Y con esa misma esperanza canto cada día de mi vida.