La contradicción, un peligro de trabajar con material autobiográfico. Nuestras percepciones cambian con el tiempo y luego todo queda por escrito. Si recordamos la obra ¿Qué haré yo con esta espada?, Angélica Liddell se lamentaba en una larga diatriba por ser hija de una «tarada». Ahora, en Una costilla sobre la mesa: madre plantea una elegía al ser que le dio la vida, y nos confiesa que después de odiarla durante 50 años, la muerte las ha reconciliado. Su teatro performático, altamente ritualizado y simbólico, ha vuelto a encauzar una senda muy fecunda al aferrarse al folclore que emana de los orígenes. Todo comienza con uno de esos escalofriantes monólogos en los que, vehemente y escatológica, pone su rotunda técnica al servicio de un lamento. Presenta al ser humano en su momento final, reducido a la demencia, sangre y heces. «¿Dónde está el alma?», se pregunta

Un pequeño altar, foto de su madre incluida, toma forma como punto de fuga simbólico. Comienza a comparecer una fantasmagoría de personajes vestidos con espectrales trajes regionales de la Extremadura materna. Se ejecutan rituales de dolor y sacrificio, como el de los empalaos de Valverde de la Vera. Un tono hierático va hilvanando cuadros saturados de imágenes poéticas no siempre alineadas. Como es costumbre, se relaciona lo sublime con el abismo de la angustia. Nadie dijo que fuera un teatro complaciente.