DOS SUPERVIVIENTES DEL ATENTADO

El 'milagro' de Adrián, que iba a dos metros de la bomba: "Mi abuelo no volvió a dormir bien desde el 11-M"

Tenía 15 años cuando la explosión le abrasó medio cuerpo y estuvo a punto de quedarse ciego: "Las perspectivas de vida te cambian mucho"

Gastón, otro superviviente del 11-M, iba con sus hijos cuando explotó la bomba de la calle Téllez: "Los discursos de odio de hoy son las bombas de mañana"

El 'milagro' de Adrián, que iba a dos metros de la bomba: "Mi abuelo no volvió a dormir bien desde el 11-M"

PI Studio

David López Frías, Roberto Bécares

Adrián recuerda que, esa mañana, tenía prisa. "Íbamos camino a clase para hacer un examen a primera hora y llegábamos tarde. Éramos un grupo de 5 chavales de 15 años que cursábamos 3º de ESO en el colegio Virgen de Atocha. Cuatro chicos y una chica. Y esa mañana, ironías del destino, corrimos para no perder el tren".

Lo recuerda ahora, 20 años después del suceso, Adrián Sánchez de la Blanca. Fue uno de los supervivientes de los atentados en los trenes del 11 de marzo de 2004. Él, junto a su grupo de amigos, fue víctima de las explosiones que se registraron en la estación de Santa Eugenia.

“No sé ni de qué estábamos hablando en el momento de la explosión; creo que ni hablábamos, porque íbamos apurados de correr para pillar el tren. Sé que mi compañera dejó la mochila en el suelo, alguien le hizo una broma dándole un golpecito y entonces…

Entonces, explotó. Una de las bombas que había colocadas en los trenes de Cercanías. Para Adrián, la sensación fue “como uno de esos sueños en los que te caes de un bordillo. Exactamente la misma sensación, con la diferencia de que nunca se terminaba, Empecé a caer para un lado, para el otro y era como “mierda, no me despierto”. Pensaba que aún estaba soñando en la cama”.

“Lo siguiente fue despertarme a cuatro patas en el tren. Mi amiga estaba debajo; a mis amigos no os encontré. Intentaba despertar a la chica, pero no podía, se le caía la cabeza. Recuerdo que le di unas cuantas ‘guascas’ a la pobre, para intentar despertarla”. Como no lo conseguía, Adrián la enganchó de la mochila y arrastró su cuerpo hasta uno de los boquetes que dejaron las bombas. Así consiguieron salir del vagón y cayeron a las vías.

Casi ciego

Tal vez del golpe que se pegó, la chica volvió en sí. Lo siguiente que recuerda es sentarse ambos a descansar y a gente diciéndoles que se tenían que mover de allí, porque la explosión había destrozado la catenaria y estaba pegando chispazos. “Aquello parecía una película de terror. Gente chillando, mucha sangre y un olor muy fuerte”. Y una sensación de que los ojos se le iban cerrando. No se imaginaba en ese instante que estuvo a punto de quedarse ciego.

A los pocos minutos encontró a dos de sus amigos, con diferentes lesiones. El último apareció más tarde, pero quedó ileso: “Salió volando junto a la puerta del tren y eso le amortiguó el golpe. Le tuvieron que operar de un oído, pero fue el que quedó mejor de los cinco”, recuerda.

Otro amigo perdió la movilidad en los dedos y eso le negó su sueño de ser cirujano. A la chica le impactó metralla en los glúteos. Adrián se achicharró la parte superior del cuerpo, cara incluida. Y los ojos, que tanto le dolían, sufrieron porque ese día llevaba lentillas y le reventaron dentro de los ojos: “Tenía más de cien impactos dentro de los ojos. A día de hoy aún me quedan un par de trozos que no me pudieron sacar”.

Una mujer le prestó el móvil para llamar a su padre. “Cuando llegó mi padre cerré los ojos y dije “hasta aquí”. El siguiente recuerdo es entrar en el quirófano del Gregorio Marañón; o me operaban o me quedaba ciego. Yo le tenía pánico a las agujas y lo único que le decía al médico era que no me pinchase”.

Pero no había forma de que abriese los ojos. El dolor era demasiado intenso. Hasta que escuchó a un médico decir “si no abre los ojos en 5 minutos, se queda ciego”. Ese fue el acicate definitivo: “Agarrándome a la camilla, los abrí de golpe y pegué un grito diciendo que ya los tenía abiertos. Me echaron unas gotas rápidamente, me limpiaron y los volví a cerrar”.

La rabia

A los dos días le operaron la cara para curar las quemaduras y sacar la metralla: “Fue el mayor dolor de mi vida. Me echaron Betadine en la piel y ni la bomba de morfina me calmaba”. Después, siete días ingresado, “que yo iba en silla de ruedas por el hospital diciendo que era un chico a prueba de bombas” y de ahí le dieron el alta, aunque pasó siete meses yendo a rehabilitación.

“Las perspectivas de vida te cambian mucho. A partir de ahí dejé de peinarme. Hasta entonces no salía de casa sin arreglarme el tupé. Pero a partir de ahí cambian las prioridades. Lo que sí me quedó como secuela fue una rabia interna muy grande. Me quedó mucho odio. Mucha frustración. No contra los musulmanes, ni nada. Pero rabia, que al final, gracias a Paola, la que ahora es mi mujer, la he conseguido curar”.

Con el resto de amigos no hablan del tema: “Hace mucho que no les veo y no sé cómo lo habrán gestionado en sus vidas. Pero aquello no lo volvimos a hablar. El día 11 nos dábamos un beso y un abrazo, pero el resto de días no lo hablábamos. Yo, en cambio, siempre he querido expresarlo. Porque poder hablarlo es básico para poder cerrar una herida desde todos los ángulos”.

Por eso, para conmemorar su supervivencia, se hizo un tatuaje en la espalda que pone “Every day”, para recordarse “que todos los días hay que vivir la vida. Con los tuyos. Ha sido un camino complicado, pero lo que me queda es que hay que ser buena gente”.

No obstante, siente “impotencia; todavía no entiendo que diesen la orden de destruir los trenes dos días después del atentado. Ahora va a prescribir y nunca sabremos qué pasó. El terrorista es terrorista y sabes que te quiere matar. Pero, la policía, los políticos… la gente, en definitiva, que nos tiene que cuidar, ¿por qué destruyeron el arma del crimen tan pronto?”.

El abuelo

Adrián relata su historia con un tono positivo y alegre… hasta que toca hablar de su abuelo, que se le saltan las lágrimas: “Siempre pido que me dejen contar su historia, porque ya no está con nosotros. Fue el hombre más valiente del mundo. Vivía a 10 minutos de la estación y se despertó del ruido de la bomba. Todos presentían que me había tocado a mí. Mi abuela lo levantó y lo mandó a buscarme a la Renfe”.

De casa a la estación, el hombre tardaba normalmente 10 minutos: “Ese día llegó en 5. Pero no sé qué pasaría, que cuando llegó, yo ya no estaba. Entonces empezó a buscarme por todas partes. Por el hospital de campaña, entre los heridos… y como no me encontraba, se metió dentro del tren. Si yo vi, no me imagino lo que vio él”.

Aquella experiencia traumatizó a su abuelo: “No pudo volver a dormir bien nunca más. Por las noches chillaba. Berreaba, de las pesadillas que tenía. Con una rabia y un dolor increíble. Falleció hace 4 años, pero no lo pudimos hablar nunca. Él no quería saber nada del atentado. Se ponía malo. Nunca habló de lo que sentía. De hecho, él nos decía que no tenía pesadillas, pero lo ha escuchado hasta mi mujer. Cuando se quedaba dormido gritaba”.

Se seca las lágrimas Adrián para recordar que “mi abuelo o hizo por mí. Y eso también me duele. Las víctimas que oficialmente no son víctimas. Porque él estuvo allí y lo pasó peor que yo”. Él, por su parte, ha cambiado su vida. Está estudiando periodismo para cambiar su rumbo laboral y pasar más tiempo con su mujer. Lo que no hace más es “coger el tren; si puedo, lo evito".

"Me sigue haciendo daño a los oídos escuchar los vagones pasando por los raíles”, relata en una visita a la estación de Santa Eugenia, donde recuerda la buena suerte que tuvieron aquel día: "Estábamos cerca de la puerta, que fue lo que nos salvó, porque estábamos a dos metros de la bomba; los que estaban más cerca fallecieron y los que estaban más lejos igual. Tuvimos la suerte de que la onda expansiva salió por las puertas y nos permitió salvarnos".

Gastón González: "Los discuros de odio de hoy son las bombas del mañana"

“Pocos años después de la explosión, recibí una llamada de un número de teléfono desconocido”, explica Gastón, uno de los supervivientes de los atentados del 11-M en Madrid. “Descolgué y contestó una voz de mujer que me dijo: “No sé quién eres, pero probablemente yo te dejé llamar desde mi teléfono móvil el día del atentado en los trenes de Madrid. Mi terapeuta me ha recomendado que llame a todos los números de las personas a los que les presté mi teléfono”. Fue su forma de sanar y cerrar sus heridas”.

Gastón González Parra (Santiago de Chile, 1962), tiene lagunas en algunas de las secuencias de aquel infausto 11 de marzo. Es normal, ya han pasado 20 años, Pero recuerda perfectamente a aquella mujer anónima que, después del estallido que mató a 193 personas, trató de ayudar con su teléfono móvil a alguna de las más de dos mil personas que resultaron heridas de distinta consideración. “Todos hicimos lo que pudimos. Fue mucha gente haciendo cosas buenas y con eso me quedo”.

Gastón había llegado a Madrid una década antes, tras conocer a su (ya ex) esposa española en El Salvador, cuando él trabajaba para Naciones Unidas. Cruzaron el charco, se afincaron en la zona de Madrid Sur y tuvieron tres hijos. A los dos mayores los llevaba Gastón al colegio a Chamartín la mañana de aquel jueves negro.

“Recuerdo que iba con mi hijo Ignacio, que entonces tenía 10 años, y mi hijo Javier, que tenía 8. Íbamos apurados porque llegábamos tarde. Y por eso perdimos el otro tren, el que estalló en Atocha”, le cuenta a El Periódico de España, del mismo grupo editorial que este diario, este superviviente que fue víctima de la explosión a la altura de la calle Téllez.

Del momento del estallido recuerda una secuencia en tres pasos: “El primero, el aviso por la megafonía del tren de “Próxima estación, Atocha” y la gente moviéndose hacia la puerta. Ellos fueron los que nos hicieron de parapeto a mis hijos y a mí, que estábamos justo detrás”.

El segundo movimiento fue una especie de luz cegadora: “Lo primero que pensé fue que habría estallado alguna catenaria de las vías del tren, porque fue un destello muy intenso. Y era el otro vagón colindante, que explotó segundos antes porque las bombas estaban coordinadas”. E inmediatamente, el tercer paso. La terrible explosión. “Ahí perdí el conocimiento”, apunta. Eran las 7:39 de la mañana.

"Papá, vístete"

Gastón despertó al poco tiempo, no sabe cuánto, exhalando una bocanada de humo y polvo. “No podía respirar. Mi hijo mayor ya no estaba, había saltado por la ventana. Mi hijo pequeño me gritaba “papá, papá”; no sé si salió él solo del tren o lo bajé yo. Tengo recuerdos muy confusos. Como cuando salí del vagón y uno de mis hijos, no recuerdo cuál de ellos, me dijo “Papá, vístete”, porque la explosión me había destrozado la ropa”.

Lo que sí recuerda con claridad meridiana es regresar al vagón para recuperar las mochilas de sus hijos y ver allí a aquella misteriosa mujer. “No era tan habitual todavía lo de llevar teléfono móvil. Ella lo tenía e iba ofreciéndolo a la gente para que llamásemos a nuestros seres queridos. Fue así como llamé a mi mujer para avisarla de que estábamos bien. Le dije que “había pasado algo” y que llamase a mi trabajo para decir que yo iba a llegar tarde”.

Volvió a bajar Gastón del tren tras la llamada tranquilizadora, ya con las mochilas recuperadas de sus hijos y un abrigo que agarró en el vagón y que no sabe a quién pertenecía, para tapar sus vergüenzas tal y como le había mandado su hijo. “Salí del tren por un boquete enorme que había dejado la explosión. Me fui con los niños, con el instinto de alejarnos de aquella zona. Llegamos a una especie de polideportivo donde iba la gente que iba llegando del tren. Y un poco más tarde, en la ambulancia que vino a buscarnos cuando ya estábamos todos a salvo, cuando me desplomé”.

"Llevadme a votar"

Una de las cosas que recuerda es que estaban a punto de celebrarse las elecciones y eso le preocupaba. “Me llevaron al Hospital Gregorio Marañón y pedí que me llevaran a votar en camilla. No pude hacerlo porque estaba ingresado, pero conseguí que una amiga de León convenciese a su hermano, que no iba a votar, para que lo hiciera por mí”.

Gastón se recuperó con tiempo de las secuelas físicas, que fueron mucho mayores que las de sus hijos: “A mí, la multitud que se agolpó en la puerta del tren me sirvió de parapeto y yo le serví de parapeto a mis hijos”, explica. Sus hijos fueron atendidos en el hospital Niño Jesús “y lo que más trabajaron fue la parte psicológica. Los pusieron a dibujar lo que les había pasado. Les vino muy bien”.

Él perdió un 30% de audición, sufrió heridas por todo el cuerpo por los restos de metralla y varias quemaduras, “sobre todo en la barba, que es algo que prende muy rápido y eso lo aprendí en ese momento”, bromea ahora. También se le quedó la cara negra “porque la pantalla LED que avisa de la próxima estación estalló y se deshizo en mi cara”.

Pero las peores secuelas fueron las psicológicas. “Intenté recuperar mis rutinas pronto. Era profesor de un máster. Quise volver a trabajar y estudiar demasiado pronto. Me precipité. No era el momento y tuve una recaída por estrés postraumático”. Gastón sufrió pesadillas durante mucho tiempo “y una especie de aversión al tren”.

La vida es un regalo

Gastón regresó a Chile “y aunque el atentado no fue el motivo principal, sí que hubo mucho de eso en mi decisión”. Pero, con el tiempo, ha sabido curarse de aquellas heridas psicológicas. En la actualidad trabaja como coach y asegura que “desde ese día le doy gracias a la vida. La vida es un regalo. Y si encima te da una segunda oportunidad, hay que aprovecharla. Vale la pena levantarse cada día”.

Gastón sigue recordando con cariño a aquella mujer que le prestó el teléfono y con el que pudo tranquilizar a su mujer. “Con eso prefiero quedarme. Con que hubo gente buena haciendo cosas buenas por los demás. Con que merece la pena vivir la vida y seguir construyendo. Prefiero quedarme con eso, levantarme y avanzar. Es humano. Lo deshumanizante es quedarse siempre como una víctima”.

Y asegura que “en ningún momento he sentido rencor por aquello. Creo que los terroristas fueron chicos a los que alguien les envenenó la mente metiéndoles en la cabeza que ellos valían más muertos y matando que vivos y construyendo. Jóvenes que cayeron en esa trampa. Por eso me dan tanto miedo hoy en día los discursos de odio. Me espantan. Los discursos de odio de hoy son las bombas del mañana”.