TUtnas notas entre los papeles de mi abuelo Diosdado , escritas en el verano de 1942, en Segura de Toro, valle del Ambroz, y articuladas por el que suscribe, para que nuestros lectores recuerden o conozcan un lance, o lastre, histórico de lo que supuso el ocaso y pérdida de nuestro imperio colonial, en aquél desastroso mes de julio de 1898, y que a la vez sirva como homenaje a todos los soldados que vivieron aquella experiencia, la guerra de Cuba, hace 116 años. Ahí vamos, con Evaristo , un paisano que vivió todo aquello.

"Cruzaba la plaza del pueblo con paso lento; como para no hacerlo, ya que arrastraba una cojera, en su pierna izquierda, muy pronunciada; a la que había que unir la pérdida de visión de su ojo izquierdo y la falta de movilidad en tres dedos de su mano derecha.

--Me fui a Cuba entero y regresé con la mitad, solía decir Evaristo.

--Esa es la pena que tengo, la de Cuba, añadía.

Fue uno de tantos soldados que regresaron de la guerra de Cuba, herido, vendado y vestido de blanco.

--Nunca pensé que regresaría vivo al pueblo, después de tantos días en el mar, con aquellos vendajes tan aparatosos, aquellas fiebres y los mareos, por aquellas olas, tan enormes.

Durante tres largos años, 1895-1898, en aquella guerra, tan lejos y pasando tantas calamidades. Evaristo, cuando regresó, ya no volvió a ser el que era; lo mismo que le pasó a nuestro país, desmembrado política, social y culturalmente por la pérdida de las colonias y muy especialmente Cuba. La Generación del 98, aquellos poetas-escritores, dieron cuenta de aquel pesimismo producido por la fuga, a chorros, de la personalidad histórica de España.

Pero también tuvo allí momentos buenos, de disfrute, de deleite, sobre todo con el tabaco y algunas cosillas de la vida.

--Qué maravilla, el olor y el sabor de aquellos puros, tan finos, tan bien hechos, siempre estarán en mi recuerdo. Saboreaba, Evaristo.

--Y qué decir de la bebida, el ron, el de caña de azúcar, tan dulce, tan peligroso, tan único. Ahora en cambio, con la botellita, camuflando el vino de pitarra.

--¡Ah, las mujeres!, aquellas bocas, ¡y cómo besan! como también diría Don Jacinto Benavente , el premio Nobel, cuando visitó Cuba; aquellos cabellos, tan sueltos; y aquellas pieles, tan suaves; nostálgico, Evaristo.

En cambio, ahora cruzaba la plaza con aquella maldita cojera, el parche en el ojo y la mano muerta; todo un cuadro, el de su cuerpo, comparable al del general Millán Astray , el fundador de la Legión, del que se decía en los mentideros militares "que no podía tener dos miembros iguales", por las múltiples mutilaciones que tenía.

El médico del pueblo, Don Alfonso , le metía miedo a Evaristo con que tenía el colesterol por las nubes, el azúcar, ni te cuento, que si la sangre no le circulaba, recetándole todo un rosario de prohibiciones habidas y por haber.

--Ya ves, miedo a mí, con todo lo que he pasado.

Y seguía cruzando la plaza de pueblo, apoyado en la muleta, muy despacio; aquella plaza que le vio crecer y jugar de niño; con aquel pilón de piedra, tan grande, y aquellos dos caños de agua, de los que tantas veces bebió, subiéndose en aquella piedra, el pollo, al lado del pilón, cuando no alcanzaba, de niño, para beber del caño.

--¿Qué llevas hoy en la botella? le solía preguntar, cuando se cruzaban en la plaza muchas mañanas, Don Julio , autoritario, el cura del pueblo. Botella que sobresalía del bolsillo de la chaqueta de Evaristo.

--Aceitito para la velita del Sagrario, Don Julio. Le respondía Evaristo, serio, temeroso.

De sobra sabía Don Julio que de aceitito nada de nada, sino del vino de pitarra que llevaba en la botella el muy tunante de Evaristo; un pitarra que quitaba el sentido, las penas y el sufrimiento a todo el que lo bebía, y desde luego, a Evaristo, bien falta que le hacía.

--Pues te veo poco por la iglesia. Le reclama, Don Julio.

--Es que las escaleras las subo muy malamente; por eso la botellita, con el aceitito, se la dejo abajo, a Doña Conchita , para que la meta para dentro, para la iglesia, para que no le falte el alumbre a la velita del Sagrario. Le aguantaba, Evaristo.

--Ya, ya. Le exclamaba, desafiante, Don Julio, mientras se alejaba.

--Estos bendiciendo, y yo, sufriendo. Murmuraba Evaristo, sin volver la cara.".

Querido lector, si quieres saber de qué color es la pena, relee la pérdida de Cuba, la de Evaristo, la de la maldita guerra.