Para qué voy a malvivir por ahí en cualquier ciudad. Y sin una casa. Aquí estoy bien», dice Marta Chorro Calle, que tiene 30 años y es licenciada en Biología. «Es que mi hija terminó la carrera cuando no debía», apunta su padre Aniceto (58) para ironizar sobre la realidad de la juventud extremeña. Él siempre ha vivido de la cereza. Es uno de los 3.500 pequeños agricultores que acaba de empezar la recogida en el Valle del Jerte. La familia tiene unas cinco hectáreas repartidas entre distintos terrenos cerca de Navaconcejo. «Pero yo soy de Cabezuela, que quede claro, no me metáis en el mismo saco, que luego me llaman desertora», bromea Milagros (56), la madre.

Los tres están ya en plena faena. Este año la campaña ha arrancado con tres semanas de retraso. El intenso frío primaveral no permitió que los cerezos florecieran en su época, por lo que el fruto se ha hecho esperar. «El año pasado empezamos el 24 de abril y esta vez ha sido el 15 de mayo. Eso significa llegar más tarde a los mercados, de manera que te encuentras con mucha fruta a la vez. Hay más oferta y la demanda sigue siendo la misma, por lo que bajan los precios», resume Aniceto.

Hace aproximadamente dos décadas, Extremadura suponía el 75% de la producción nacional. «Ahora está en el 35%», apunta Emilio Sánchez, presidente de la Agrupación de Cooperativas del Valle del Jerte. Comunidades como Aragón o Cataluña han ganado terreno. Pero también se ha de competir con países fuertes como Turquía, de nueva incorporación.

DESDE RUMANÍA / Aniceto y su familia son la excepción. Entre los tres se encargan de todo el trabajo y no contratan a extranjeros. «Echamos muchas horas, 14 o 15 cada día. Mi marido, que también es agricultor, sí tiene a gente, pero porque es más terreno», explica Marta.

El 90% de los jornaleros que recoge la cereza procede de fuera, de hecho, a veces cuesta encontrar mano de obra. Vienen principalmente de Polonia y sobre todo Rumanía, como es el caso de Leustean Lonut, que es su primera vez en Extremadura. Un amigo le dijo que aquí las condiciones estaban bien. «Empiezo a las siete de la mañana y termino a las seis de la tarde». Son 10 horas de faena (más la del almuerzo de descanso). El jornal ronda entre los 50 y los 60 euros. «También he estado en la fruta en Valencia», expresa este joven de 30 años, que chapurrea inglés y español.

Hay algunos portugueses y marroquíes, pero son los menos. Al Jerte llegan de fuera unos 3.000 trabajadores (la población de los once municipios del valle es algo más de 11.000 habitantes). «Ya no ocurre como antes, ahora tienen alojamiento digno. Además los ayuntamientos prohiben las acampadas», asegura Emilio Sánchez.

También dice que otra cosa que ha cambiado, por las continuas inspecciones, es que ninguno entra en una finca sin estar dado de alta: «Si se cae y le pasa algo, imagina el problema».

Siempre hay excepciones, pero Sánchez insiste: «El número de autónomos en el Valle del Jerte ha subido».

OTROS EMPLEOS

Se crea igualmente empleo en las centrales, donde se envasa la cereza. En la de la Agrupación de Cooperativas, por ejemplo, en unas dos semanas se pasará de unos 250 empleados que ya hay ahora, a un millar. «Pero aquí es al revés, prácticamente todos son del norte de Extremadura».

De esa central, la cereza sale al mercado. Ya se ha empezado a exportar a Holanda, Alemania, Inglaterra... «Siempre se intentan nuevos países, como Tailandia o Malasia, pero no es fácil lograr los protocolos».

En el valle hay más de 7.000 hectáreas de cereza. Este año se espera una producción similar a la de 2017; en torno a las 21.000 toneladas.

¿Los precios? «Los intermediarios son verdaderos especuladores», asevera Aniceto. Si a ellos les pagan el kilo a entre 1,5 y 2 euros, actualmente ese mismo kilo cuesta en una frutería de Madrid en torno a los 12 euros. «La gente va a sitios como Carrefour y no compra la cereza por la procedencia o la calidad, sino por vistosidad o porque es la más barata», pone como ejemplo este agricultor.

Hay varias iniciativas de gente joven que vende directamente a través de internet. «Pero eso lo pueden hacer con pequeñas cantidades. Puede enviar 20 kilos, pero no 18.000...», subraya.

Otra características en el Jerte es que el 95% de las fincas no tienen seguro agrario. «Nosotros empezamos a finales de abril o principios de mayo y estamos hasta julio, según vayan madurando las variedades. Si llueve, se rajan las que ya están maduras, el resto no, eso significa que se te puede estropear el 20 o 30% de la cosecha, pero el seguro lo tienes que hacer para el 100%, de manera que no nos compensa», explica.

LA PICOTA

El manjar del Jerte es la picota, una variedad que se empezará a coger a partir del 20 de junio. «Hay tres estaciones: temprana, medio tiempo y tardía. Y la picota, la más crujiente, es de las últimas».

En ese momento la carretera N-110 ya se habrá convertido en un desfiladero continuo de camiones y furgonetas cargados del fruto rojo. Una de las estampas habituales del Jerte.

Aniceto coge una cereza en la mano para explicar que las que se recogen ahora se hacen con rabo. «Si se quita, mira lo que pasa, que la carne se abre, y ya no sirve para el mercado. Con la picota no ocurre, porque sale por sí solo».

Él y su familia siguen recolectando de la manera más tradicional, con la misma técnica que hace un siglo: a mano, una a una, con una cesta colgada en uno de los hombros con un gancho al que llaman garabato. Esa cesta llena pesa entre seis y siete kilos. «Ahora la gente joven se pone lo que se llama macacos, una cinta que cubre la espalda y así se reparte el peso».

El fruto rojo domina el valle desde hace prácticamente cien años. «Estamos hablando que recién acabada la Guerra Civil, se bajaban las cerezas a Plasencia y se llevaban en tren a Salamanca».

«Aquí antes dominaba el olivo, la uva y la castaña -apunta Aniceto-, pero lo más rentable es la cereza y la castaña, pero es algo más testimonial. A lo mejor se pueden coger en todo el valle cuatro mil toneladas (de cereza son cinco veces más)».

Para ellos, es el sustento que les da de comer. El trabajo es duro, pero han logrado tener una vida sin estrecheces. «Yo aquí estoy bien», insiste Marta, que sabe que los próximos meses su jornada será de sol a sol.