Salió el día turbio y apenas habían caído cuatro gotas bajo un cielo de bellotas cuando Pelín iba a buscar cotufas por el Albarregas, espárragos en Sierra Carija, criadillas por Proserpina y dragones pendencieros y camorristas por el rugidero de Cornalvo. Junto a las cotufas, que no deja de ser un tubérculo, Pelín buscaba retama por el camino que sale del lavadero de lanas hasta la albuera, níscalos por Carmonita e incluso, aunque no es tiempo ni de higos ni de cantuesos por florecer, jaras por Mirandilla y brezos por la sierra del Moro. Al final no fueron cuatro gotas sino millones, ya era hora, de tal manera que Pelín volvió del Prado de Lácara, donde fue a buscar la Estrella de Belén, empapado, todo lo mojado que un espíritu libre puede estar. Viene a verme a la estación de Aljucén calado como un Simca 1000 y mullido como el lomo del borreguito de Norit lo que no le impide decirme que el agua es el mejor invento y diseño de la naturaleza porque se adapta a todo y además genera vida. 

«El agua es oro», como si yo no lo supiera tras recibir el último recibo de Aqualia y constatar que quienes se están haciendo de oro son ellos. «Ahora que eres inmortal te dedicas a eso», le digo, convencido que me responderá a porta gayola, es decir con humildad, de rodillas, para darme una larga cambiada, pero no, me cuenta que Mérida y sus alrededores está llena de cosas bellas, rica en pequeñas maravillas pero escuálida en ojos que las vean y que «la belleza es lo que observas sin jamás fatigarte». Sonríe mientras musita «para qué hablar de otras cosas si al final saldrá el cielo azul». Y a mí este Pelín, jardinero de sol, su risa me hace más amable la vida, me demuestra que la alegría no está en lo efímero sino en lo que permanece, que no es pequeña apariencia sino secreto del cristiano, quienes creemos en la belleza y en el más allá, todos hojas del mismo árbol. Pelín vuelve a enseñarme que hay otras Méridas y que están en ésta y que hay que ver como las vive, hay que ver.