En mi atalaya

Allá donde terminaba Mérida

Al fin y al cabo sólo los errores enseñan y yo no paro de aprender, porque ya decía Groucho que hay que desconfiar de los que no meten la pata

Centro de la capital extremeña.

Centro de la capital extremeña. / El Periódico Extremadura

Rafael Angulo

Rafael Angulo

A mi tío y padrino, Rafael Angulo Satorres lo cogieron prisionero en la Batalla del Ebro; sin comerlo ni beberlo acabo de teniente del ejército republicano, con escasa convicción y con poca milicia, lo fue por necesidad, por la necesidad de sobrevivir a las levas que en la región valenciana confeccionaron aquel ejército de soldados forzosos. Así les fue. Sin embargo, de aquella circunstancia y de su reclusión durante unos años nunca habló con pena ni odio, para qué pensaría, ya se encargarán algunos dentro de 70 años de recuperar “su” memoria histórica. Cuando salió, prefirió el sencillo procedimiento de que le ignoraran, y puso tierra por medio en un destierro peculiar, tanta tierra puso que se vino a Mérida que, entonces, estaba muy lejos de Valencia. Fueron algunos otros los valencianos que en la década de los 50 se asentaron, por unas u otras razones, en Mérida y sus descendientes, Guerola, Pla, Bru, Amorós, aún mantenemos por Extremadura, orgullosos, el cariño por aquellas tierras de nuestros padres. Al “Zorro” Pla además de esos vínculos de origen me unieron hechos entrañables que algún día les contaré.

Los Angulo, eran traperos y del almacén de trapos y papel pasaron a fabricar papel de estraza que, sobre todo, se utilizaba para envolver alimentos en mercados y ultramarinos. Como eso era lo que sabía hacer, se embarcó en una fábrica de papel y, junto a un socio, compró unos terrenos en las afueras de Mérida donde edificó la Papelera; corría el año 1953 y parecía que el papel iba a ir bien, por eso se trajo de Valencia a su hermano pequeño, entonces todavía soltero, por eso yo puedo firmar estos recuerdos ya que mi padre se casó al cabo de dos años y se quedó para siempre aquí. Intento, al principio, pensar que estaba temporalmente y a sus primeros hijos los llevaba a nacer a Valencia. Vana ilusión de quien pasaba la vida y sus avatares junto al Albarregas. Porque allí, junto al río, en su desembocadura en el Guadiana , en el camino viejo de Esparragalejo se hacía papel, se fabricaba artesanalmente a partir de la fibra de paja, de trapos, de papelote, de un material del que aún hoy están forjados mis sueños.

La fábrica de papel extendía sus terrenos hasta el Guadiana, enmarcados por el Albarregas, de natural tranquilo y jalonado de chumberas, el tejar de los del Río, con su inconfundible chimenea de ladrillos, y el camino que se perdía en la vía del tren para ir paralelo a él, allá a la altura del final de la alcantarilla romana ¡qué todavía cumplía su misión!, donde tantas historias nos ocurrieron a los chavales de las Abadías y la barriada de los Chinos (oficialmente San Bartolomé). Aquello si que era calor sin quejíos.

Pero el trozo lindante con el Guadiana, desde el final del Albarregas mi tío, no sé los motivos, se lo alquiló al ayuntamiento para basurero, para echar allí los desperdicios y bazofias de la entonces tranquila Mérida. Y como basurero y vertedero le he conocido en mi infancia. Dudo que mi tío cobrara el alquiler del ayuntamiento por ceder esos terrenos, tampoco sé cuál era el pacto al que llegó pero lo cierto es que en ese basurero también se arrojaban escombros y tierras ante la pasividad municipal y, poco a poco, esos escombros que traían los camiones de Castelló fueron ampliando los terrenos y tomándoselos al río que, periódicamente, se vengaba con unas riadas que alisaban todo llevándose la basura hasta... Portugal, para no herir sensibilidades regionales. Y sé volvía a arrojar escombros, tierras y basuras hasta que aquello se consolidó en 22 hectáreas de fértil terreno. Y escribo lo de fértil, con pleno conocimiento de causa, porque cuando se dejó de utilizar como basurero, creo que a finales de los 60, mi tío plantó eucaliptos que crecieron como la mala hierba formando una alameda en un tiempo brevísimo y, espontáneamente, algunos vecinos de las abadías plantaron pequeños huertos, de cuyos frutos doy fe. A los huertos les acompañaron las gallinas, pero ya que estaban allí y el río al lado, llegaron los pescadores, que se ponían cómodos y entoldaban un chumbano, por el calor más que nada y así surgió, con idéntica fertilidad a la de la tierra un desastre de chozos y huertos al socaire de la libre voluntad de los emeritenses. Estos huertos tardaron en desaparecer, ya son historia pasada que prefiero no remover porque quien entonces, como alcalde de mi ciudad, Antonio Vélez, se comprometió a reconocer un esfuerzo cívico, tiempo ha que no puede hacer cumplir sus compromisos. Al fin y al cabo sólo los errores enseñan y yo no paro de aprender, porque ya decía Groucho que hay que desconfiar de los que no meten la pata.

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