Joaquín Oiz y Germán El Socio abrieron la caseta El Poderío en el ferial y también se dedicaron a traer grandes espectáculos a la ciudad y a los pueblos: José Luis Perales, María Jiménez que estuvo en el Casar y aquello fue la bomba, Martes y Trece, Víctor Manuel y Ana Belén, Isabel Pantoja en pleno romance con Paquirri, Lole y Manuel, Triana, Lola Flores o Serrat, que llegó por mediación de Paco Martín.

Pasó el tiempo y Joaquín y Germán querían probar suerte con nuevos proyectos, alquilaron su taberna a Maribel Corrales, la famosa camarera de La Madrila, y montaron Charol en la plaza de Gante, una taberna de corte americano con sus cuadros en carboncillo y sus urnas de cristal de arriba a abajo, todas con cañas de bambú y flores secas. Eran los años del Keaton, que llevaba Guisado, del Bocoy de Ricardo Martín Durán, o del Woody de Enrique, que había venido de Bilbao. Pero los socios Joaquín y Germán no paraban de darle vueltas a la cabeza y un día, a través de Lucrecia, la hija de la propietaria de La Cañada, abrieron una pista de verano con toque ibicenco y chozos hawaianos que fue otro gran éxito. Pusieron césped, tumbonas junto a la piscina y organizaron fiestas inolvidables.

Hoy ese complejo de La Cañada es un erial y desde entonces Cáceres en verano no ha repuntado. Entonces Cáceres en verano era también Cáceres, y no lo que es hoy, un espectro agónico que trata de resistir a las olas de calor y que se queda vacío, muerto del éxito de su primavera, exilio que huye hacia La Vera, el Casar, el Jerte, la Sierra de Gata o La Antilla, a la que llaman la Playa del Sobaquillo porque a cada paso que das tienes que levantar el brazo saludando a toda la gente de Cáceres. Algunos años pasé en La Antilla, y la verdad, no vuelvo a pisarla, que aquello es como la prolongación de Cánovas y está todo lleno de puestos donde venden falsificaciones, de gente con la que te tienes que dar codazos entre sombrillas y neveras llenas de sandías, y de manteros y lateros al grito de ‘Fanta, Coca Cola, ‘servesa’, agua’.

Cada vez que tenía que ir a La Antilla, a mí me entraba una nostalgia tremenda de Cáceres. Porque entonces los veranos de Cáceres eran memorables. Me acordaba mucho del Jara, que ponían prueba, panceta, callos y morcillas, que cuando se hacían los callos olía tanto la plaza Mayor que despertaba el apetito a un muerto. Y servían Dyc con Coca Cola y Dyc con Naranja. Y luego, cual procesión, cientos de jóvenes rumbo a La Madrila: al Eros, Al-Ándalus, Ok, King, y tantos otros.

Cuando llegaba a La Antilla no podía por menos que extrañar el Zonche de los Villegas, situado donde ahora está el residencial Las Candelas, frente a la gasolinera Temis, y con agua perfectamente potable. El Zonche fue, en realidad, la primera piscina que tuvo Cáceres. Tanto es así que cuentan que después de la guerra se convirtió en piscina pública y los cacereños acudían en masa a bañarse al precio de 1 real.

Waterpolo en el zonche

Junto al Zonche había una caseta donde estaban las bombas, y muy cerca del seminario, Luis Villegas, su propietario, levantó unas naves grandes, una casa, los pajares y, al lado, donde está la Clínica Virgen de Guadalupe, los tinaos para el ganado porque Luis dedicó la explotación fundamentalmente a vacas lecheras.

Los hijos de los Villegas tenían una panda muy grande de amigos: la familia Turégano, la familia Bachiller, los Sánchez Escobero, Mingo... todos aprendieron a nadar en el Zonche, donde disputaban partidos de fútbol en la cerca y también de waterpolo dentro del agua, que aquello parecía lucha libre americana. Así que cuando se abrió la piscina de la Ciudad Deportiva todos los torneos los ganaban los Villegas y sus amigos porque eran los más duchos dentro del agua.

Había días que se juntaban a comer en el Zonche más de 20 muchachos. A todos ellos enseñó a nadar Luis Villegas, luego los hermanos mayores ayudaban a los pequeños con las cámaras de las ruedas de las motos que Luis almacenaba en la finca y que utilizaba como flotadores.

Tanto éxito tenía el Zonche que al llegar el verano siempre se llenaban los autobuses que hacían la ruta hasta Pinilla y que llamaban Los Culones por la forma que tenía su parte de atrás. En aquellos autobuses públicos montaban los cacereños dispuestos a darse un remojón. Muy cerca de allí vivía el célebre barquillero de Cáceres y también los hermanos Espada, que con frecuencia acudían a aquella piscina hecha con paredes de hormigón y unos arcos en forma de puente donde la gente se tumbaba para tomar el sol. En los 80 el Zonche de los Villegas se derribó cuando se construyó Las Candelas después de que la familia vendiera los terrenos a Simo tras la declaración de los mismos como zona urbana por parte del ayuntamiento. Al levantarse los primeros chalets, el Zonche quedó sepultado para siempre. Poco después, cuando la sequía volvió a apretar en Cáceres, los vecinos hicieron una perforación: sacaron tanta agua que pudieron durante varios meses regar a diario los jardines y llenar la piscina de la urbanización.

Hoy del Zonche de los Villegas no quedan más que unas cuantas fotografías, pero bajo tierra aún ruge con fuerza el manantial donde durante más de un siglo decenas de generaciones de cacereños aprendimos a nadar al asomar el verano. Ya nada es igual. Ahora los grandes conciertos se nos van a Mérida, hay teatro en Alcántara, triunfan las piscinas naturales cacereñas, en los hoteles de la provincia hay overbooking y hasta los de Siempre Así se van a cantar a Valdefuentes. Aquí vivimos de espaldas al Tajo, no potenciamos el Guadiloba, tenemos la Ribera del Marco llena de matojos, el camino al ferial patas arriba y un poblado minero infrautilizado. De manera que hay que conformarse con ver la luna en el ‘Plena Moon’, que está muy bien la iniciativa y me ha encantado (enhorabuena a la organización), pero que digo yo que solo con esto no basta, que con más actividades podía estar mejor este verano de atonía. Menos mal que siempre me quedará La taberna de la bruja, propiedad de Soledad Melero y sus hijos, y que lleva abierta un mes en Aldea Moret. Sirven raciones y comidas caseras que sacian mi apetito y mi nostalgia mientras en la radio suena el ‘Blue moon’ de Sinatra.