A la llegada de Madrid, donde es la vida un metro a punto de partir, que cantara Sabina, el coche pisa el acelerador por una autovía que lo conduce al lugar del cielo azul. Carreteras del aire surcadas por cigüeñas que asoman de las torres de una urbe de cuento. Por las ventanillas divisa antes el viajero la fisonomía de la modernidad: el Hospital Universitario, el Centro de Cirugía de Mínima Invasión, edificios que encierran la inteligencia avanzada de IBM y un campus donde cientos de estudiantes juegan al sueño del triunfo del hombre sobre el destino. En sus manos estará luchar contra el cáncer, dirigir la política y hacer que este templo extremeño de la historia, cuna del saber de las civilizaciones, luzca en el firmamento a veces tan injusto de la globalización.

El vehículo gira a la izquierda, a orillas de la Ribera del Marco, donde en plena posguerra la familia de los Periquenes simbolizaba a decenas de hortelanos que dieron vida a este paraíso verde, a los pies del colegio del Madruelo, que servía de comedor social para muchos niños a quienes daban leche en polvo y porciones de queso americano.

A un lado, la Sierra de la Montaña y su patrona, al otro, la parte antigua, con su muralla, sus palacios, museos, las fundaciones Mercedes Calles y Carlos Ballestero, y la de Tatiana Pérez del Guzmán el Bueno, y una plaza Mayor, siempre bellísima por mucho que de vez en cuando el alcalde de turno se empeñe en pasarle la pulidora. Antes nudo de ultramarinos, hoy de taperías; bandeja donde los muchachos jugaron al corro y ahora lo hacen con una tablet mientras se remojan los pies en las fuentes de chorros que caen a borbotones para demostrar que el milagro del agua aún existe.

En La Concepción todavía hay tiempo para las ideas. Pizarro tiene bares y la colección de una galerista alemana. El campamento romano, las cuevas del Conejar y Maltravieso, el mercado de la Ronda, el de verduras de Moret, el Rodeo, el Parque del Príncipe, San Blas, la plaza de Italia donde Felipe Vázquez y Nieves Palacios abrieron Las Cancelas, los puentes por los que los corredores se despojan de sus endorfinas... En Llopis, Maruchi regenta uno de los supermercados más baratos del país; en Las 300 y Hernando de Soto los murales hacen del barrio pequeñas metrópolis del arte. Leoncia vende el ‘Extremadura’, que dice en sus páginas que La Madrila no ha muerto, que a la vera de la avenida de París siempre estará el Eroski y que en Aldea Moret hubo un poblado minero, bastión del pasado industrial más floreciente del suroeste ibérico.

«Mientras el festival Womad celebraba su primera edición, en 1992 el baloncestista Jordi Freixanet encestó en el corazón de la liga ACB», recuerdan en la radio del coche que se detiene. Lo hace en Cánovas, cerca del Gran Teatro, frente a la Fuente Luminosa, realizada por el ingeniero Carlos Buigas, diseñador también de la del parque de Montjuic con motivo de la Exposición Universal de Barcelona en 1929. El turista sale del automóvil. A esa hora un guía ya le espera, le estrecha la mano y exclama: «¡Bienvenido a Cáceres, la ciudad que no se ve en un día!».