Esta soledad... y estas piedras. Una sensación de angustia nos sobrecoge cuando arribamos a los restos ruinosos del viejo molino del Guadiloba.

El rumor de la corriente palia la vaga desolación que nos embarga. ¿Qué sentido tiene palidecer por lo que apenas existe?... Ninguno, pero la evidencia es tal que no hay modo de soslayarla.

Aquí hubo vida; aquí bulló el hombre, con sus cuitas, sus ansias, sus fatigas y temblores. Y al cabo, la feraz naturaleza del entorno se impuso sobre aquellos que vivieron la vida del agua, el trigo, las piedras, la molienda y el trabajo.

Las avecillas silvestres vienen a veces a posarse sobre las estructuras desvencijadas de su fábrica; cerca pasa, nocturno, a veces crepuscular, el cochino que busca provisiones. Muy de vez en cuando, asoma la cara sagaz de la zorra, que ni se acerca, porque sabe que allí hay poco que llevarse a la boca.

En el breve embalse sobre el curso del agua, dejan ver su somnolienta estructura los galápagos, que a cada rato de sol se suben a las lanchas de pizarra para latir con la eternidad.

Hace muchos años que han dejado de oírse los cascos de las bestias que bajaban por la vereda de piedra, para traer el grano de la molienda y la maquila. El trajín de la harina se paralizó y el lugar entró en un sordo rumor de silencio. La corriente del agua, el viento que se lamenta por las buráncolas, algún esporádico crascitar del cuervo, el alarido del águila calzada... poco más.

Bien es cierto que una, a lo sumo dos veces al año, aparecen por allí los cazadores, que vienen con sus tiros a romper la quietud y la somnolencia del paraje. A veces se asoma Julián H. con los perros, y alguno de los esforzados muchachos de la caza al salto, que se aventuran por el fragosil del ribero.

Pasa ese día de caza y luego vuelve el ritmo pertinaz de las luces y las sombras sobre las paredes ruinosos del viejo molino.